Si hay algo que muestra el grado al que ha llegado el deterioro institucional entre nosotros, es el ritmo de los acontecimientos políticos. En sistemas políticos más o menos normales, parte de la normalidad consiste en cierta predecibilidad espacial y temporal de los acontecimientos. Por estos lares, en cambio, todo adquiere la forma de una especie de ritmo biológico, con ciclos de inspiración y expiración, de inercia y de frenética actividad. Es como una experiencia marcada por repeticiones agobiantes.
Pero la biología también nos enseña que la gramática de la vida consiste en producir diferencias sobre repeticiones. En la incansable copia genética hay mutaciones y cambio. En diciembre del año pasado la repetición parecía una fatalidad; meses después algo indefinible está pasando. No que la vida cotidiana haya dejado de ser la tragedia que es, pero algo se mueve. Palabras antes cargadas de electricidad como negociación y acuerdo, reuniones antes impensables, desfilan con discreción en medio de reliquias que siguen ahí inmutables, algunas haciéndose oír, otras silenciosas.
Se puede especular sobre las causas (o razones, o intereses) que actuaron sobre aquella inercia y están reconfigurando la atmósfera política. Quizás lo que tienen en común es que la realidad muerde, como el título de aquella película de los años noventa, y obliga. En política, sobre todo cuando de conflictos mineralizados se trata, basta un pequeño movimiento de algún actor para crear una onda expansiva, primero invisible, luego cada vez más ubicua. En otra época alguien hablaría de “nuevas condiciones subjetivas”. Como podría haber hablado de la pandemia como “condición objetiva” que desconfiguró la estrategia autárquica del gobierno de Maduro al imponer un nuevo estado de necesidad que le obliga a renovar sus tácticas, y que también vació de contenido a aquella “presión interna” que muchos entendían como la protesta “masiva” en las calles.
El caso es que desde la suspensión de la negociación facilitada por la cancillería noruega en 2019 se produjo una suerte de partición de aguas que hoy a lo mejor están volviendo a reunirse. Por una parte esa experiencia terminó consolidando las posiciones de cada parte, alejándose más entre sí, pero por otra parte esa mayor distancia dejó un terreno más amplio en el medio. El Gobierno intentó ocuparlo preventivamente pactando con grupos desafectos y partidos alejados de la corriente mayoritaria de la oposición que quisieron colonizarlo sin éxito. Las elecciones se concibieron no como la restitución de derechos electorales sino como un castigo hegemónico, y los pobres resultados dieron al traste con el experimento. Pero dejaron un resultado inesperado: El terreno sigue ahí y puede servir, tácticamente, para lograr avances en la reinstitucionalización, es decir, en la formulación de algunas reglas de juego preliminares que produzcan resultados en la calidad de vida de la gente (y en su repolitización) y en el repertorio instrumental necesario para una negociación política amplia.
Es muy distinto sentarse a negociarbajo presión que hacerlo porque es necesario para alcanzar unos fines que sin ser únicamente los propios, sirven a estos. Y si de eso se trata una negociación, uno debe tener fines lícitos, es decir, que puedan ser reconocidos por la otra parte como tales. Y negociar sobre esa base. Si a ver vamos, ese es el núcleo del tipo de negociación necesaria en Venezuela: Una que resulte en el mutuo reconocimiento político y que establezca fines con espíritu de nación.
Pero para ello es necesario generar confianza, no en la contextura moral de los adversarios, sino en que es posible establecer unas reglas de juego apropiadas. Y la política es un arte en el sentido griego de la palabra: una techne, una práctica, un hacer, que solo puede perfeccionarse haciendo y rectificando en la práctica lo que las convicciones y las teorías predican.
Por ello avanzar, por ejemplo, en la reinstitucionalización electoral, es decir, recomponer a los actores políticos para que en la práctica puedan ir generando las micronegociaciones que alcancen las condiciones electorales mínimas, permitirá ir tanteando hasta dónde puede llegar la voluntad de reforma de parte del gobierno de Maduro, y hasta dónde alcanzan las capacidades de organización y movilización de la oposición para adelantar esas reformas. Lo que es interesante, y he ahí la diferencia, del nuevo CNE no es su composición solamente sino el proceso que le dio origen. La intervención de las asociaciones de defensa del voto y de vigilancia electoral fue fundamental para rescatar el papel de la sociedad civil en las mediaciones políticas específicas que se hicieron. Las lecciones serán no solo sobre cómo negociar sino cómo incorporar actores que pueden absorber los costos políticos de negociar.
Hay otros espacios abiertos o por abrirse que van a exigir la misma filigrana. Desde el Plan Nacional de Vacunación hasta la creación de un espacio humanitario, pasando por la cuestión laboral y la probable reconfiguración del Tribunal Supremo de Justicia, o la propuesta del Grupo de Boston sobre canje de petróleo por alimentos. Se dirá que el gobierno de Maduro pretende con ello que le resuelvan los problemas mientras desactiva y divide a la oposición multiplicando sus interlocutores. El caso es que tales iniciativas podrían ser por el contrario otros tantos frentes de negociación en los que la oposición debe participar unida mientras contribuye a resolver problemas de los venezolanos y fortalece sus capacidades políticas, con la mira puesta en viabilizar una negociación para la nación. Conectar la vida cotidiana de la gente con la promesa de una solución al conflicto político pasa por los hechos, no por las palabras.