De no ser por el encomiable trabajo de la doctora Ruth Capriles (El libro Rojo del Resentimiento, Debate, 2008), aún estaríamos citando a García-Pelayo, Scheler, Nietzsche o Marañón, para hablar del espinoso tema del resentimiento en la Venezuela chavista. Nada de malo tiene referenciar aquellos autores fundamentales, pero eso no es suficiente para entender un aspecto que se afinca en las vivencias personales y reclama enfoque interdisciplinario.
La muerte de Aristóbulo Istúriz, a quien pude conocer personalmente, resultó una buena oportunidad para cruzar mi propia vivencia con las lecturas realizadas sobre el resentimiento y su manejo político. Parto de la siguiente premisa: Nadie está libre de contraer el virus del resentimiento puesto que somos portadores de afectividad y esta puede ser positiva o negativa (resentida) de acuerdo con la experiencia del sujeto. El victimismo de nuestros tiempos amalgama múltiples afectos negativos para producir oleadas de resentimiento.
Al grano. Cuando obtuve mi flamante título docente otorgado por la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL), me fui a Mérida con la ingenua pretensión de trabajar en mi estado natal. Olvidé que nadie es profeta en su tierra. Finalizaba el gobierno de Luis Herrera Campíns y el país se disponía para el regreso de los adecos al poder. Engreído con mi título y la credencial como tercero en la promoción, descuidé un detalle de apariencia fútil:
–¿Quién lo postula? -Me preguntó la jefa de la Zona Educativa.
Sin poder responder la primera pregunta, me lanzó la segunda:
–¿Tiene el carnet del partido? -Suficiente para sentirme repelido, pero también para confirmar mis prejuicios anti-sistema.
Regresé a Caracas buscando una oportunidad cuando ya los adecos estaban instalados en el poder. Varias veces reboté en la Zona Educativa por las mismas razones que reboté en Mérida. Escuchaba decir que con los adecos se vivía mejor. Al final surgió la palanca adeca y me asignaron 15 horas docentes. Luego, me tocó vencer la resistencia del director negado a mi ingreso en su plantel. Tenía el cargo reservado para uno de sus amigos. Con esposa y dos niños, sin vivienda y con semejante perspectiva laboral, resultó inevitable verme atraído por el lenguaje fariseo de los gremios del sector. Estaba “maduro” para la venganza. Con esa carga de resentimiento, conocí al profesor Istúriz. Presidía el Sindicato Único del Magisterio (SUMA), y me sumé.
Para finales de los ‘80 en los medios educativos se discutía el Proyecto de Reglamento del Ejercicio de la Profesión Docente. Tal reglamento incluyó la provisión de cargos a través de concursos de méritos y oposición. Con Gustavo Roosen se produjo este intento modernizador. Para quienes habíamos afrontado la humillación política de los funcionarios del Ministerio de Educación, aquél reglamento resultó un modo de hacer justicia y uno de los pasos más importantes para adecentar el acceso al sistema. Aristóbulo Istúriz nos representaba en la defensa de una reivindicación deseada por todos.
Pero en realidad, este personaje hacía lo que es normal en la política venezolana: su activismo sindical cabalgaba sobre múltiples agendas personalistas. Pronto, el tema de los concursos se convirtió en pugilato sindical, pescueceo entre gremios y funcionarios por el control de los comités de selección. El nefasto sindicalismo que ni lava ni presta, estaba firmemente arraigado y se nutría de los vicios burocráticos de un Estado ineficiente y corrompido. Había que desprestigiar los concursos, sus propios mentores no creían en ellos.
Aristóbulo se movía como peso pluma: Conocía muy bien las debilidades, los agujeros y charcos pestilentes del sistema. Esto permitió que muchos personajes del mundo democrático lo vieran con buenos ojos, y llegaron a considerarlo un valioso interlocutor entre “el perraje” que se alejaba de los partidos tradicionales y las élites consagradas durante la “democracia puntofijista”. El Rasputín de una corte decadente, seguiría su marcha indetenible.
Por fortuna, no había dejado de estudiar. Procuré entender el país desde una perspectiva menos personal, es decir, menos resentida. Eso me permitió tomar distancia de las miserias gremiales y entender la necesidad imperiosa de modernizar la administración pública para beneficio de los venezolanos. Pese a la envidia por no haber disfrutado de las bondades del “ta’ barato dame dos”, entendí que los Aristóbulos eran una perversión mayor a lo ya vivido.
La gestión de Antonio Luis Cárdenas en el Ministerio de Educación representó un breve momento de luz para la educación venezolana. Pero pronto el gremialismo irresponsable uniría fuerzas para darle continuidad a su trabajo de zapa, minando la impostergable despartidización del sistema. La llegada del Chavismo al poder y la definitiva consagración de Aristóbulo como máxima autoridad en el Ministerio de Educación y Deportes, puso punto final a cualquier amago de modernización.
Este personaje nefasto, cambió radicalmente la incipiente meritocracia por un sistema basado en la servidumbre política, la fidelidad perruna al líder, la adulación a los jefes convertidos en comisarios políticos. El negrito buena nota que alternaba con la élite del momento, sufrió una metamorfosis que puso al desnudo su talante resentido. Lo definen la revancha, el desprecio por sus antiguos amigos, llevado hasta la venganza. La posibilidad de realizar sus deseos ocultos o la soterrada aspiración a ocupar espacios antes negados para él. En dos platos: El ejercicio administrativo de Aristóbulo Istúriz explayó los peores vicios que en algún momento fingió combatir.
No deja de ser paradójico que en tiempo más reciente, miembros de las élites que llevaron al país al naufragio, seguían considerando a Istúriz como un posible interlocutor ante el poder despótico de Maduro. Esto nos otorga una certeza: Formados en el mismo charco, entendidos en las mismas mañas o modos de hacer política, de producirse una “sexta república”, igual se postergará la modernización del Estado. ¿O será que en el fondo, quienes recibimos los palos de la cuarta y la quinta, somos los verdaderos resentidos, y Aristóbulo debió ser uno de esos angelitos negros mentados por Andrés Eloy?