Cuando pienso (y no logro dejar de pensar) en la tragedia venezolana, ya no encuentro esperanzas ni consuelos en el refrán aquel que tanto escuché cuando era niño: “No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”. Con muchísima suerte, media hora de ejercicio al día y una copa de vino tinto en el almuerzo, quizás podría llegar a vivir unos veinte años más. De esa veintena calculo que unos diez los pasaría escribiendo y el resto sobreviviendo.
Por sobrevivir me refiero a ir muriendo poco a poco. Pensando en semejante panorama he estado buscando, sin conseguirlo, un texto donde Carlos Fuentes sugiere que debemos escribir como si estuviéramos muertos. Solo he encontrado una frase casi idéntica en el Decálogo apócrifo del escritor (de éxito) que elaboró Javier Cercas:
Escribe como si estuvieras muerto y recordaras o inventaras (da lo mismo) cuanto te ocurrió a ti o a otros, igual que si quisieras materializar un espejismo.
No entiendo qué aporta el añadir eso de “recordaras o inventaras” o ese trillado adorno de “materializar un espejismo”. Me parece una complicación innecesaria que desinfla una propuesta tan simple como sugerente.
Revisando la omnívora Wikipedia he tomado nota del síndrome de Cotard, condición psiquiátrica en la que el paciente niega la existencia de algunas partes de su cuerpo, y hasta su propia existencia llegando a estados catatónicos.
La expresión “estoy medio muerto” tiene entre los caraqueños su popularidad, como si morir hasta un 50% no fuera tan grave. En Venezuela hemos rebasado con creces ese porcentaje y espanta lo ajustada que nos queda la definición de catatónicos: “Dícese de aquellos que han quedado paralizados mentalmente, sin capacidad de respuesta, a causa de una fuerte impresión o un gran cansancio psíquico”. Debemos enfrentar con tenacidad las causas y efectos de ese estado de paralización, pues lo más grave de nuestra situación no es todo lo que está muriendo, sino lo poco o nada que está naciendo.
Vamos pues a centrarnos en aquello que puede y debe nacer. Quizás la mejor perspectiva nos la ofrezca la responsable y desprejuiciada aceptación de que somos muertos en un país que se está muriendo. Si estamos conscientes del valor de la vida que se nos ha escurrido entre los dedos y ante nuestras narices, podremos vislumbrar un mundo al que quizás ya no perteneceremos.
Uno de los textos que propongo para adentrarnos en esta tarea es el diálogo Fedón, escrito por Platón como una manera de presentar las enseñanzas de Sócrates, su maestro, y, de paso, ir asomando gradualmente sus propias ideas.
En el Fedón, Sócrates plantea que los filósofos deberían aspirar “a morir y estar muertos”. La fórmula es drástica: Muertecito, nada de “como si estuvieras”, y entonces aprovechar la ocasión para escribir.
Sócrates le ofrecía a sus discípulos su visión del buen morir como la manifestación esencial y suprema de la filosofía, y les aseguraba que, quien le ha dedicado su vida a la filosofía, cuando está a punto de morir tiene la valiente esperanza de que va a obtener los mayores bienes. También les ofrece un ejemplo del otro extremo:
–El hombre a quien vean atormentado porque se va a morir, no es un filósofo, sino algún amigo del cuerpo y seguramente también de las riquezas y de los honores.
Fedón es sin duda el más dramático de los Diálogos Platónicos, pues trata de una conversación entre Sócrates y sus discípulos que finaliza cuando el filósofo bebe la copa llena hasta el borde de cicuta y muere. Sin embargo, no es un episodio deprimente, sino algo más complejo. El propio Fedón nos cuenta lo que vivió al presenciar cómo se cumplía la condena que el Tribunal de los Heliastas le había impuesto a su maestro:
… no sentía compasión, como suele suceder en un acontecimiento fúnebre; pero tampoco el placer de cuando hablábamos de filosofía. Simplemente tenía un sentimiento extraño, como una cierta mezcla de placer y, a la vez, de pesar, al reflexionar en que Sócrates estaba a punto de morir. Todos los presentes andábamos en lo mismo, a ratos riendo, a veces llorando.
El mismo Sócrates habla de estos dos estados que se alternan. Cuando sus carceleros le quitan los grilletes se soba los tobillos y comienza una de sus disertaciones:
¡Qué extraño suele ser eso que los hombres denominan “placentero”!. Sorprende cómo está dispuesto frente a lo que parece ser su contrario, lo “doloroso”, y nunca se presentan al ser humano los dos a la vez. Si uno persigue a uno de los dos y lo alcanza, siempre estará obligado a tomar también el otro, como si ambos estuvieran ligados en una sola cabeza. Después de que a causa de los grilletes estuvo en mi pierna el dolor, ya parece que va llegando, el placer.
Karl Jaspers escribió un libro, Los grandes filósofos, que trata sobre cuatro hombres que han sido decisivos para la humanidad: Sócrates, Buda, Confucio y Jesús.
La muerte más apacible parece haber sido la de Confucio, al punto que no sabemos las causas sino sus primeros efectos: Fue enterrado a orillas del río Sze y sus discípulos guardaron un riguroso duelo durante tres años.
El final de Buda no me cuadra con su imagen de asceta y eremita, pues padeció una disentería sangrante después de comerse un plato de carne de cerdo que le había preparado uno de sus más fieles seguidores. No resultó ser la mejor receta para alcanzar el “parinirvana”, un estado conocido como el “nirvana sin residuo”. Las últimas palabras de Buda parecen las de quien se arrepiente de haber cometido un exceso: “Es a través de no obsesionarse, no infatuarse y no embriagarse con los objetos de los sentidos que podemos alcanzar el despertar o se obtiene la liberación”.
La de Sócrates es una muerte que acontece, como ya dijimos, entre el dolor y el placer. Aunque es parte de una sentencia cruel e injusta, el condenado se encuentra en su celda acompañado de amigos que conversan afablemente, al punto de que en ciertas ocasiones parecen olvidar lo que está por suceder. Pareciera que la estrategia de Platón fuera más bien restarle drama al acto de morir, lo que explica la última frase de Sócrates, aparentemente banal, cuando ya su cuerpo se ha tornado rígido y frío:
-Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.
Siendo Asclepio (Esculapio para los romanos) el Dios de la medicina, hay quien dice que esta deuda del gallo es simplemente el chiste de un hombre a quien ya nada ni nadie puede salvarlo, uno de tantos comentarios para darle liviandad a su despedida de Atenas, del mundo y la vida.
Insisto en que Platón parece haber exagerado las apacibles condiciones de la muerte de Sócrates, pues entiendo que el envenenamiento por cicuta suele ser una experiencia espantosa. Los primeros síntomas surgen rápidamente e incluyen una salivación que dificulta hablar; vómitos; irritación en la faringe; dolores intestinales; una sed insaciable; colapso del sistema renal; trastornos de visión y audición; temblores convulsivos de los miembros; parálisis muscular que llega a los músculos respiratorios y produce la asfixia.
En el caso de Sócrates solo es descrita una parálisis ascendente que concluye en una muerte tranquila y digna. Una posible explicación es que en la copa de Sócrates también habría opio, quizás por recomendación del propio Asclepio, lo cual explicaría la deuda del gallo.
La muerte de Jesús es la más trágica y dolorosa de las cuatro. Partimos de una religión que lo concibe como un Dios y recrea su muerte a través de extraordinarias penalidades: Vejaciones e insultos; corona de espinas; latigazos; crucifixión mediante clavos; y trece horas de agonía expuesto y desnudo. A una de sus últimas frases, “Tengo sed”, los guardias responden frotándole en los labios una esponja con vinagre, una tortura más. La imagen de Jesús, finalmente muerto en la cruz, ilustra el episodio más representativo de su misión redentora en la tierra y adorna todos los templos.
Pero su historia continúa. Paradójicamente, antes de ascender a los cielos primero tendrá que resucitar. En el Evangelio de Lucas, cuando las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado, encontraron que la piedra que cerraba la tumba había sido removida y no encontraron el cuerpo de Jesús. Ese mismo día se aparecerá ante sus discípulos un cuerpo que tiene tres días de muerto. Desde un estado de horror y de asombro, solo creerán que está vivo cuando el resurrecto les pregunta:
-¿Tienen por aquí algo de comer?
Le ofrecen un trozo de pescado asado y un panal de miel que él toma y come en presencia de todos. Curiosamente, la escena siguiente recuerda el diálogo de Fedón. Se percibe el mismo espíritu de fraternidad y respeto al maestro, quien les explica el sentido de su muerte y resurrección. Es una lástima que Lucas no haya ofrecido con más detalle las palabras de esa última despedida. Más tarde, Jesús los llevó fuera de la ciudad, hasta las cercanías de Betania. Allí, levantando las manos, los bendijo y se separó de ellos y fue llevado al cielo.
En ambos casos, el de Sócrates y el de Jesús, el tema principal es la vida después de la muerte, una oferta que va más allá de mis expectativas. Le tengo terror a la muerte pues la concibo como un tránsito más complicado y mucho más lento que los efectos de un trago de cicuta con o sin opio. Imagino más bien un proceso con lentas y dolorosas noches de insomnio frente a un televisor con películas que ya he visto. Digamos que la medicina se ha encargado de quitarle a la muerte todo el glamour platónico.
Ese asunto de escribir como si estuviéramos muertos lo circunscribo al reino de la literatura. Las palabras todo lo aguantan, al punto que solemos decir: “Comes como si estuvieras muerto de hambre”. La emoción de esa hambre insaciable es lo que aspiro encontrar durante mi exploración literaria con las ínfulas inmortales de quien pretende hacerse el muerto.
Entiendo también que la atracción hacia esa perspectiva debe haber surgido de mi desesperación ante la hecatombe venezolana y al hecho de ya no tener más que decir, o de querer hablar de tantas cosas y tan graves que por su mismo exceso, acumulación y reiteración asoman con castrante alevosía la inutilidad de escribirlas.
A partir de esta sensación de gravísima urgencia y a la vez de inutilidad, de razones irrebatibles y a la vez inconsecuentes, he comenzado a asomarme a la idea de estar muerto mientras hablo de un país que, en su mayor parte, está más allá de sus fuerzas. Pienso ahora, mientras está agonizando la Facultad de Arquitectura donde estudié y fui inmensamente feliz, en el sistema educativo, el cual se encuentra entre los que generan consecuencias más graves y perseverantes con su infructífera desaparición.
En el mismo Fedón hay un diálogo entre Sócrates y Cebes que explora el punto que más nos interesa. Comienza Sócrates con su herramienta favorita, las preguntas:
-¿No afirmas que vivir es lo contrario a estar muerto?
-Yo sí.
-¿Y que nacen el uno del otro?
-Sí.
-Así pues, ¿qué se origina de lo que vive?
-Lo muerto.
-¿Y qué́ de lo que está muerto?
-Necesario es reconocer que lo que vive.
-De los dos procesos generativos a este respecto al menos al morir, sin duda, es evidente, ¿o no?
-En efecto, así es.
-¿Es necesario entonces conceder al morir algún proceso generativo opuesto?
-Totalmente necesario.
-¿Cuál sería?
-El revivir.
-Entonces reconocemos que de ese modo los vivos han nacido de los muertos no menos que los muertos de los vivos, y siendo eso así parece haber testimonios suficientes de que es necesario que las almas de los muertos existan en algún lugar, de donde luego nazcan de nuevo.
-Según lo que hemos acordado es necesario que así sea.
-Y no lo hemos acordado injustamente. Si las cosas no se originaran siempre unas de las otras, como avanzando en un movimiento circular, sino que el proceso generativo fuera solo de lo uno a lo opuesto, y no se volviera de nuevo hacia lo otro, todas las cosas al concluir en una misma forma se detendrían, y experimentarían el mismo estado y dejarían de generarse.
Y llegados a este punto me pregunto. ¿No será mejor morir realmente en la lucha que vivir irrealmente en la muerte?
Apostilla: Ahora es cuando por fin recuerdo donde leí lo de Carlos Fuentes. Lo que espoleaba mi memoria no era una frase sino una novela: La muerte de Artemio Cruz.
Debo volver a leerla para entender por qué la enterré tan hondo.