Como sabemos, los venezolanos se clasifican en dos categorías: Los vivos y los pendejos. Por supuesto, como suele ocurrir con las variables cualitativas, existen zonas grises en que la categorización se torna ambigua; pero en general, como sociedad, hemos desarrollado criterios que permiten clasificar a cualquier individuo de nuestra especie con una de esas dos etiquetas.
A los vivos se les exalta y se les envidia, a los pendejos se les desprecia y se les compadece. Quizá esa glorificación del vivo tenga que ver con rasgos atávicos heredados de los tiempos de la cruenta conquista, del pesado yugo colonial y de las sangrientas guerras decimonónicas; tiempos en los que la astucia, la chispa pronta, el disimulo, la manipulación psicológica y la porosidad flexible de los imperativos éticos, eran artificios indispensables para la supervivencia. Tales atavismos habrían encontrado sustrato fértil en la generosidad del suave clima tropical (Disculpen si esta especulación les parece demasiado determinista).
La viveza, con sus pequeñas y grandes “hazañas” egoístas, tiene presencia en todos los ámbitos de nuestra cotidianidad; sin embargo, en este escrito me voy a referir solamente a uno de sus impactos sobre la actividad política. Así podemos entonces decir que el sesgo demagógico -huérfano de trascendencia, vacío de sentido de grandeza nacional- que marca a nuestra cultura política, se explica a partir de nuestra valoración positiva, o en todo caso de una actitud permisiva, frente a la viveza criolla.
El gran demagogo de nuestra época ha sido el comandante Chávez; vivísimo, locuaz, con excepcionales dotes histriónicas para interpretar dramas y comedias, embaucó al país. Embaucó a los Notables; a sólidos y circunspectos artistas e intelectuales; a Miguel Henrique y a Carmen; a empresarios de prosapia que lo financiaron con largueza (otros “empresarios”, vivos como el comandante, vieron claro: apostaron y cobraron). Hasta el mismísimo don Luis Miquilena, viejo zorro de mil maniobras, cayó en las redes. Y lo más triste, embaucó a los condenados de esta tierra.
Chávez, el gran demagogo, supo leer y aprovechar las circunstancias para alcanzar su único objetivo: Capturar el poder y mantenerse en él sin más consideraciones. Primero construyó un discurso redentor manoseando a Bolívar y manipulando la idea de un ciclo bicentenario que le tendría a él, Chávez, como protagonista hasta el 17 de diciembre de 2030.
Luego, a la manera del recién fallecido Bernard Madoff, levantó una pirámide que se sostuvo sobre el más largo e importante boom petrolero de nuestra historia. Entonces, se “rasparon cupos”, se hicieron grandes “negocios” -en Margarita por ejemplo, los bolichicos vendieron a buen precio unas destartaladas plantas eléctricas para “generación distribuida” que no bien arrancaron, fundieron su entusiasmo-, se asaltó a Cadivi en el 2012 para saquear 25.000 millones de dólares. Cuando concluyó la espiral de precios altos y crecientes, colapsó el esquema Ponzi del chavismo. Nuestro Madoff no murió en la cárcel.
Estamos a pocas semanas de una de las fechas cumbre del ciclo bicentenario. En ciertas ocasiones, Chávez parloteó sobre su intención de abandonar el poder e irse a un ranchito en el Llano luego de haber convertido a Venezuela en una “potencia mediana” para la fecha bicentenaria de Carabobo. Estamos muy lejos de la “potencia” prometida, solo hay escombros y miseria al punto de que ya comenzamos a alimentarnos de la caridad internacional.
Este año habrá elecciones regionales y municipales porque le convienen a Maduro y porque tiene el poder para concretarlas. Quienes participaremos con la intención de derrotarlo para detener el desastre y comenzar la reconstrucción, debemos poner atención al lenguaje y al mensaje de campaña. En estos momentos, la demagogia no es lo más recomendable.