Diosdado Cabello, uno de los jefes supremos de la dictadura roja, es probablemente -tanto en su gestualidad como en palabra y obra- uno de los más acabados símbolos del macho alfa engreído, con lagunas éticas en ambos lóbulos cerebrales, que maltrata a los más débiles, con esa personalidad que define a una buena parte de los militares y civiles que han conducido, de manera despótica, la cúpula de la llamada revolución bolivariana.
Lo retrata, con rigurosidad de tomografía, el nombre de su programa de televisión: Con el mazo dando. Porque el talk show del golpista de El Furrial no se llama Valores Humanos, como aquel del maestro Arturo Uslar Pietri, que corroboraba su vocación humanista. Ni Las cosas más sencillas, el de Aquiles Nazoa en la televisión pública de la era democrática, que expresaba su talante poético, erudición y sensibilidad sutil.
Que en pleno siglo XXI un programa de televisión, conducido por un gobernante, se llame Con el mazo dando es una confesión de parte que releva las pruebas. Un acto impúdico de sectarismo tosco. Una provocación. Quizás también eso que los freudianos llaman un acto fallido.
“Vengo a golpear a todo aquel que me lleve la contraria”, es el mensaje. “Por eso”, y ese sería el metamensaje, “uso un instrumento rudo, elemental y ordinario: un mazo”. No una pluma, un teclado, la palabra o un micrófono: el animador del programa usa un arma primitiva porque es un primitivo. No hay más.
Cuando aún vivía en Venezuela, y me obligaba a mí mismo a observar en acción al teniente del mazo, no podía dejar de pensar en Trucutú, el cavernícola personaje de una tira cómica que el diario El Universal publicó hasta bien entrados los años ‘80.
Era un descamisado, con un dinosaurio de mascota, vestido solo con un taparrabo de cuero, que se paseaba todo el día con un martillo de piedra, unas veces al hombro, otras colgando en una mano, por lo que el término Trucutú se convirtió en sinónimo de persona torpe, ruda y elemental.
La tira cómica era estadounidense, como la mayoría, pero se escenificaba en la edad de piedra. Para confrontar el atraso de Trucutú con la modernidad, el guionista se invento un científico loco del siglo XX, el doctor Wonmug se llamaba, que hacía viajar al cavernícola desde su edad de piedra originaria a distintos momentos históricos de la modernidad. Incluyendo un viaje a la Luna.
Y es allí donde la narrativa de Trucutú y la de Diosdado Cabello se entrecruzan. Porque, obviamente, el militar acusado de narcotraficante en la prensa europea, es un hombre de otra época -no diría que, de la Edad de Piedra, pero sí de la Venezuela gomecista y analfabeta- a quien un fenómeno político que podríamos calificar de “retrolución” ha colocado en posiciones de poder en un tiempo presente en el que se encuentra desfasado por sus maneras ordinarias, premodernas y pre democráticas- de caporal de hacienda bananera-, que lo convierten en una especie de dinosaurio político en medio del siglo XXI. Un Trucutú digital.
Un hombre así obviamente no puede entender, ni tolerar, el papel de la prensa libre e independiente. Sus camaradas tampoco. Por eso su obsesión mayor, la suya y la del régimen, ha sido ir desmontando el sistema de medios privados que existía en Venezuela como en cualquier democracia respetable, para sustituirlo por un modelo híbrido -mitad medios públicos, no de Estado, sino de partido de Gobierno; mitad medios de propiedad privada y discurso oficialista, operados por testaferros- para lograr así un control absoluto de lo que se informa y lo que se deja de informar.
La primera operación de lobotomía informativa se la hicieron a la televisión a partir del cierre, en el año 2007, de RCTV. Ahora todas las televisoras, directa o indirectamente, están a su servicio.
Luego vino la pesca de arrastre de la gran prensa escrita de circulación nacional. En vez de clausurar los diarios, o de imponerle censura previa, como en las dictaduras clásicas, el modelo neoautoritario chavista, empeñado en mantener el antifaz democrático, decide comprarse, a través de otros testaferros privados, los tres diarios de mayor peso.
Pero solo logra hacerse de dos. El Universal, el más antiguo, y Últimas Noticias, el de mayor circulación. Los herederos de las familias Mata y Capriles venden sus diarios, equipos, sedes y tradición, por encima de su valor real. Recordemos que al Gobierno le sobraban los dólares.
Pero con El Nacional, que más que un diario es una institución pilar de la democracia y un “centro de acopio” de la cultura venezolana, no lo logran. Los herederos de Miguel Otero Silva, el fundador, y sus socios accionistas, se niegan a vender y allí se acelera el calvario de la persecución que los rojos años atrás habían iniciado contra el diario y su director.
Ataques violentos a sus sedes, campañas de desprestigio, multas de diverso tipo, amenazas de muertes y ofensas verbales, restricciones en la asignación de cuotas de papel, van minando el gran diario venezolano referencia en toda América Latina. Hasta que el Trucutú del PSUV encuentra su gran oportunidad.
Un día El Nacional reproduce un reportaje del diario español ABC donde, con pruebas fehacientes, se demuestra que la DEA está investigando al funcionario Cabello por su vinculación con el narcotráfico. La mesa está servida. A sabiendas de que no puede perder, porque en Venezuela no hay jueces sino damas de compañía del Ejecutivo, el acusado de narcotráfico se vuelve acusador y demanda a El Nacional en defensa de su honor “mancillado”.
Y, por supuesto, comienza ganando. Descabeza el periódico. Hace huir del país a sus directivos que, desde entonces, 2016, están en el exilio, de lo contrario estarían presos y torturados. Y obtiene una sentencia a su favor. El diario lo debe indemnizar. El Gobierno no entrega más papel y El Nacional, de ser uno de los diarios más sólidos del Continente, se convierte en una débil publicación sobreviviente digital.
Ahora, 2021, el torero viene a matar. Mediante una operación de indexación que bien podríamos denominar la multiplicación de las multas, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) ha decidido que El Nacional debe indemnizar a Cabello con la estrambótica cifra de 13 millones de dólares. Y como es obvio que una empresa editorial paralizada no puede pagar esa cifra, el TSJ lo que ha decidido es traspasar el edificio, la rotativa y alguno que otro bien sobreviviente de El Nacional a manos de Cabello, el PSUV y de la cúpula militar que lo sustenta. Ese será el final.
Imagino la escena de Cabello llegando a tomar posesión de su nueva propiedad acompañado de Luis Alberto Crespo, el poeta soldado, que le sirve de guía mientras le carga el maletín. Lo presumo sentándose en la silla que alguna vez ocupó Miguel Otero Silva, el autor de Casas muertas; Arturo Uslar Pietri, de Las lanzas coloradas; o Ramón J. Velásquez, de Confesiones imaginarias de Juan Vicente Gómez, entre otros directores no menos notables.
Lo veo con su taparrabos de cuero, su martillo de piedra, el dinosaurio amarrado en el pasillo. Respira a gusto. Se echa para atrás en la silla con ambas manos entrelazadas detrás del cuello. Sube ambos pies descalzos sobre el escritorio. Mira las pinturas en las paredes y, aunque no entiende mucho, le agrada saberlas de su propiedad. Misión cumplida, se dice a sí mismo.
De lejos, una secretaria, que seguramente mañana despedirán, mira la escena y dice: “Cavernícola se queda”. Cae el telón.