Manuel Flores va a morir
Eso es moneda corriente;
Morir es una costumbre
Que sabe tener la gente.
Jorge Luis Borges1
Tenemos certeza de morir, certeza que -observa Sciacca2– no falta ni aun a los escépticos. Es algo que no admite duda, aunque hoy por hoy esa ‘duda’ tome la forma de una proyección en el tiempo en la cual, por el avance de la ciencia y de la tecnología, podremos vencer la muerte. Dicho así, no pasa de ser un sueño, alimentado por el progreso de la técnica y de sus intervenciones en el soma humano.
¿De dónde deriva una certeza semejante? No parece resultar de alguna inducción empírica, al modo de “todos los casos examinados…” porque, al no exhibirse una razón necesaria del fenómeno, siempre cabría pensar que a uno no le tocará. Al parecer, ocurrió en la Segunda Guerra cuando se daba cada día el parte de las bajas, que producía una implícita sensación de indestructibilidad en quienes lo oían.
Acaso el punto clave sea la temporalidad: la estructura temporal de nuestra vida presente, que hace de ella una muerte vital3. Leemos en el De Trinitate4 de San Agustín que no hay inconveniente en llamar ‘mortalidad’ a la mutabilidad misma.
En el tiempo, no hemos acabado de llegar a algo cuando ya vamos de salida. Así, recuerda la antigua canción francesa, plaisir d’amour ne dure qu’un instant. Una suerte de desidentificación continua, que la memoria no remedia, menos aún las memorias electrónicas, con infinidad de datos, pero incapaces de hacernos revivir lo que ya pasó. Estructura temporal de la vida, contra la cual se rebela el deseo de pervivir de un ser que alcanza lo eterno con su conciencia, y que nos persuade de que aquello tiene por fuerza que acabar.
Prolongarla indefinidamente, por otra parte, aun supuesta una acertada refacción de nuestro cuerpo para mantenerlo en condiciones de actuar, más que un premio resultaría un castigo. Al final, en el cuento de Borges, los inmortales eran los trogloditas.
2
Un segundo punto importante, uno que Sciacca muestra bien, es que no podemos pensar nuestra vida sin la muerte.
No podemos pensarla en el sentido de no poder entenderla, descubrir su sentido. Desde luego, no se trataría de limitarse a una consideración nocional, abstracta, del hecho de morir. Hay que descender más bien a un verdadero “ponerse en trance de muerte”, para alcanzar un conocimiento más real de nuestra condición.
Una dificultad para ello es que, a primera vista, la muerte aparece como un punto final. Así, cancelaría más bien el sentido de lo que se encuentre en proceso, esto es, casi todo en nuestra vida.
Solo logramos pensar la muerte si aparece como tránsito, el paso a otra condición, en la cual no se pierde la conciencia, aunque se haya muerto inconsciente.
El ejercicio de considerar la muerte -y las actividades, que emprendemos o planeamos, a su luz- permite discernir calidades y ver lo que tiene en verdad valor. Si fuera a morir dentro de un rato, ¿seguiría haciendo lo que hago ahora? La respuesta válida se encuentra en la dirección de aquella anécdota de San Luis Gonzaga, a quien preguntaron eso cuando -en el noviciado jesuita- jugaba al frontón en un tiempo de recreo. Su respuesta afirmativa se apoyaba en la persuasión de estar haciendo con aquel juego la Voluntad de Dios.
Introducir la Voluntad de Dios como medida última, y no tan solo considerar si algo es bueno o menos bueno, nos pone frente a la trascendencia y la vida eterna.
Esa vida eterna es lo que, en definitiva, otorga su sentido a la vida en el tiempo. Aun los animales, por la reproducción -nos señala Platón-, procuran alcanzar inmortalidad, en su caso la de la especie.
3
Una tercera consideración, quizá la más sorprendente, es que morir es un acto. Dicho así, acaso no se entendería lo que pueda significar. Morir, cruenta o incruentamente, tras una larga enfermedad o en un momento, como en el caso de un accidente, es siempre una gran pasión. Por su resultado, la mayor de las pasiones que podemos sufrir, puesto que separa el alma del cuerpo y deja al cuerpo sin vida. De manera irreversible, sin ninguna duda.
Pero, ¿qué ocurre con el alma al separarse del cuerpo? El alma, principio de vida, ha recibido -mejor: recibe- su ser de Dios, “en quien vivimos, nos movemos y somos” (Hechos, 17, 28). Podemos decir así que el alma está en Dios. Pero le corresponde ahora ratificar su amor radical: o se entrega a Dios, de todo corazón, o se niega a hacerlo, se encierra en sí misma y queda para siempre frustrada, lo que ha sido llamado la “muerte segunda”.
Esa entrega a Dios es la aceptación plena de su pertenecer a Dios.
¿Por qué insistir en que se trata de un acto? La razón deriva del ser mismo del alma. La muerte puede ocurrir -decíamos- incluso de forma violenta y es en todo caso pasión extrema. Separada del cuerpo, sin embargo, el alma es acto y ha de actuar: debe ejercer sus capacidades espirituales y, con ello, elegir. Ese es el ejercicio mismo de su vida propia, aparte de la animación del cuerpo.
¿Cómo no actuaría si todo lo que está en acto actúa?, ¿cómo, al actuar, no ejercería su libertad si ello es precisamente lo más propio de su acción, donde confluyen conocimiento y amor?
Cabe preguntarse si, desprovista de los sentidos, el alma puede conocer cosas nuevas, adquirir conocimientos que no tenía. El punto no nos concierne en este momento. Pero ciertamente está ante Dios, quien siempre estuvo en el centro del alma. No podría no estar ante Dios. Ello sería, si se puede hablar así, no estar en ninguna parte.
Ante Dios, renueva su elección, ya definitiva: “Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos”5.
4
Como hemos visto, la cuestión de la muerte no puede dejarse a un lado en el estudio y en la experiencia de la realidad humana. Se hace muy claro entonces por qué Platón consideraba a la filosofía como una preparación para la muerte6.
En la situación contemporánea no solo se rehúye el tema, como ha sido lo más frecuente, sino que, al potenciar los medios de diversión, casi llegamos a ocultar su realidad en la vida diaria, o la hacemos parte del espectáculo. Ante esa represión de algo que tiene el valor de una certeza radical y se presenta como amenaza, no resultan algo extraño las crisis de pánico, las ansiedades sin rostro, los escapismos.
Hay, por otra parte, un grupo de nuevos profetas que anuncian el alargamiento (casi inverosímil) de la vida y, en el límite, la superación de la muerte. Obedecen, qué duda cabe, al deseo de inmortalidad latente en el corazón del hombre, pero le dan por meta una temporalidad de duración extendida. ¿Acaso no han caído en cuenta de que, lejos de otorgar plenitud, eso condenaría al ser humano a quedar perpetuamente inacabado? Cualquiera que no esté imbuido de cientificismo y filosofía del progreso es capaz de ver que ese sería un camino equivocado.
Es necesario volver a lo que otorga valor permanente a nuestras acciones: Vivir ante Dios, procurar hacer su Voluntad.
A un nivel menos explícito, ello puede plantearse como la búsqueda de lo trascendente, el descubrimiento de eso interno eterno que hay en cada uno. Fuera de ello, ¿cómo se realizaría la persona, la vida humana?
No es difícil comprender que las grandes civilizaciones hayan estado, de una u otra manera, ante la muerte. Sorprende más bien un área civilizacional donde sociedades enteras han olvidado lo trascendente. Maravillados por sus capacidades técnicas, los seres humanos se han confiado a sus propias fuerzas para existir. Y, sin embargo, hay pandemias y catástrofes naturales.
(1) Milonga de Manuel Flores, en: Para las Seis Cuerdas.
(2) Cfr. Muerte e inmortalidad, Barcelona, Luis Miracle editor, 1962.
(3) San Agustín, Confesiones, I, VI, 7: “… que no sé de dónde he venido aquí, a esta, digo, vida mortal o muerte vital”.
(4) II, 9, 15: “quia ipsamutabilitas non inconvenienter mortalitas dicitur”.
(5) Benedicto XVI, Spesalvi, n. 47.
(6) Puede verse en la Apología, pero sobre todo en el Teeteto y en el Fedón.