La más insólita característica de la tragedia venezolana es la ausencia de lo trágico. Me refiero a la carencia de esa cristalización capaz de convertirse en una referencia universal mientras su sombra encuentra un camino hacia el futuro con aleccionadora persistencia.
Venezuela es percibida como un desastre entre inconcebible y merecido, pero aún no como una tragedia. El solo nombre de nuestra patria se ha convertido en un feo y despreciable sonido, acentuando lo que tiene de “zuela” como sufijo de una pequeña cosa que fue transitoriamente inflada por sus desproporcionadas riquezas. Las cuatro sílabas que nos congregan y celebrábamos con orgullo, ahora parecen destilar algo contagioso, como si al nombrarlas hicieran falta persignarse y cambiar de tema en vez de quedarse pegado a una letanía. Sin embargo, nuestro drama carece de la seriedad de lo trágico y semeja más la caída aparatosa de unos pretenciosos antes elevados a infundados engreimientos.
Conviene entonces preguntarnos: ¿Qué es una tragedia? La versión más sencilla, y no tan alejada de las dramáticas profundidades de Nietzsche (El nacimiento de la tragedia), ubica su origen en las ceremonias griegas donde se degollaba a un cabrito mientras un coro lo celebraba con un canto dedicado a Dioniso. La etimología habla sin matices de un canto a un chivo, pues el término griego, tragōidía, está constituido a partir de trágos (macho cabrío) y oidía (oda, canto). De manera que hace falta un chivo expiatorio y heroico quien cree hacer lo justo y sufre intentando definir la legitimidad de su justicia, mientras se va sumergiendo en un conflicto inevitable e insoluble. También hace falta invocar un dios, no siempre a Dionisio; puede ser una razón superior que la colectividad es capaz de comprender y solo así logra reflejarse en ese mismo espejo.
Esto nos lleva a otro necesario componente de la tragedia, la representación, el espectáculo. Al hablar de representación no me refiero a que sea, como en el teatro, presentada varias veces, pero sí a que pueda ser contada, revivida, transmitida como historia, moraleja o ejemplo para infundir pavor o valor, rechazo o estímulo.
¿Por qué aspirar a la categoría de tragedia? Los dramas pueden ser infinitos, endémicos e inconducentes. Las tragedias, en cambio, necesitan alcanzar, después de lamentables y a veces terroríficas situaciones, un final que incluso podrá ser apoteósico, aleccionador. Entiendo que esta suerte de redención, catarsis o placer que brota del dolor, está en la naturaleza de la tragedia, pero advierto que este beneficio lo puede recibir y disfrutar la audiencia, pero nunca el protagonista.
Cataclismos y desmadres hay muchos, pero no todos pueden convertirse en tragedia. Algunos, como me temo sucede en Venezuela, van generando una tragicomedia mediocre, perniciosa, inconducente, continuamente desvirtuada y, por lo tanto, imposibilitada de alcanzar una conclusión, un epílogo.
Las tragedias tienen conclusiones, aunque muchas veces sean inadvertidas. Sabemos qué le sucedió a Romeo y a Julieta, pero muy poco de las otras parejas de Verona que enfrentarían, años más tarde, los mismos problemas amorosos. Si en Dinamarca algo olía mal, quizás olería un poco mejor después de Hamlet.
II
Prestemos atención al carácter dionisíaco de la tragedia como un contrapeso a las rigurosas actitudes apolíneas. En la interpretación o disección que nos ofrece Nietzsche, Apolo representa la belleza, la perfección, la cordura, los inofensivos sueños; mientras Dionisio estimula la embriaguez, el desenfreno, el éxtasis, la exaltación colectiva. Nietzsche plantea la necesidad de un equilibrio, o una lucha que no debería tener vencedores, de la escultura y la poesía frente a la música y la danza. Solo el arte, propone Nietzsche, puede crear las bases de una provechosa fusión entre ambas fuerzas.
Preguntarnos si la incapacidad del drama venezolano para encarnar y representar una tragedia se debe a la ausencia de lo apolíneo o de lo dionisíaco puede parecer una frivolidad. Más todavía si proponemos que ambas expresiones carecen de esa base que puede sustentar su equilibrio: El arte.
Quizás las explicaciones a nuestro drama han tratado de ser coherentes, racionales, prudentes, pero sucede que la dimensión y profundidad del horror, de la ausencia de destino y la omnipresencia de lo cruelmente innecesario e inútil, necesitan la comparecencia de otras herramientas para comprender y asimilar trasfondos tan absurdos. Me refiero a lo dionisíaco, a esa veta usualmente tan desprestigiada y vecina a la locura.
Conviene hacernos una pregunta: ¿Acaso la política no será la más dionisíaca, embriagada, irracional y exaltada de las artes? En Venezuela tenemos la peor combinación posible: Líderes ebrios de poder haciendo el papel de sobrios servidores. Los encargados de plantear una secuencia lógica y estructurada se han convertidos en pitonisas dispuestas a degollar corderos que se opongan a la euforia posesiva del poder permanente. Hemos vivido una secuencia de sangramientos que no terminan de conformar una tragedia definitiva y concluyente que, más allá de su estela de desgracias, pueda llegar a ser provechosa.
III
Cuando Alemania se rindió en la Primera Guerra Mundial ningún soldado enemigo había cruzado sus fronteras. En la Segunda Guerra Mundial, Alemania ser rinde una semana después del suicidio de Hitler y bajo el dominio absoluto de Berlín por las tropas rusas.
La Primera Guerra dejó preguntas y dudas sobre las verdaderas razones del principio y el final de la guerra. En Francia lamentaban el absurdo de tantas muertes y suponían que más nunca habría un conflicto semejante. En Alemania se preguntaban qué sentido tenía perder tantas vidas para rendirse oprobiosamente, y esperaban el momento de desquitarse. El símbolo de la Primera Guerra terminó siendo el vagón de tren en el bosque de Compiégne donde se firmó el armisticio. En la Segunda los símbolos más fotografiados fueron las ruinas de Berlín, obra de los atacantes así como de los defensores de una causa perdida y, por lo tanto, artífices de un fracaso absoluto, suicida.
El primer acto fue un drama que dejó hilos sueltos de alta tensión. El segundo acto una tragedia que en buena medida concluyó en una tabula rasa, o en la ilusión de un verdadero final y una nueva era. Digo ilusión, porque en la historia los principios y los finales solo existen y se sostienen en la mente de quienes pretenden interpretarla.
Leo un breve ensayo de Jean-Yves Jouannais sobre el enigmático Albert Speer, el arquitecto de Hitler. Narra el propio Speer que cuando dibujó la tribuna del Zeppelinfeld (donde se celebraron los actos del congreso del Partido Nazi en 1934) ilustró su proyecto como si hubiese estado sometido al efecto de siglos de descuido: cubierto de hiedra, con pilares derruidos y roturas en los muros. En el entorno del Führer el dibujo fue considerado un insulto, una blasfemia. ¿Cómo se le ocurría al arquitecto representar la decadencia del edificio que se proyectaba para un imperio de mil años que apenas acababa de fundarse?
Para sorpresa de todos a Hitler le pareció la idea tan genial como evidente y lógica, y ordenó que en lo sucesivo las principales edificaciones del Reich se construyeran de acuerdo con la llamada “Ley de las ruinas” de Gottfried Semper, quien propuso que toda nueva construcción debía ser concebida y realizada con el propósito de producir bellas y prodigiosas ruinas, bajo la premisa de que toda construcción debe anticipar su propia desaparición y que su verdadera promesa solo se cumple como vestigio. Estamos ante un romanticismo extremo (que además resultó clarividente) de un futuro que solo puede ser edificado y representado con la muerte. No es casual que en las escenografías urbanas de las películas futuristas prevalezcan dibujos semejantes a los que planteó Speer para seducir a Hitler.
Jean-Yves Jouannais plantea que toda cultura aspira a los estigmas gloriosos de sus propias heridas. En el caso de Berlín, los aliados cubrirían con montañas de escombros (se habla de doce millones de metros cúbicos) los edificios propuestos por Speer negándole al nazismo “la cronología paciente de su mitificación”.
Bajo esta perspectiva, Hitler surge como el héroe de una tragedia que encuentra su razón de ser en la autodestrucción. Asomar una justificación a la gesta que produjo la mayor cantidad de víctimas en la historia de la humanidad es imposible, pero sí resulta desconcertante escuchar que, pocos años después de la guerra, Alemania rebasaría la capacidad industrial de Inglaterra por el simple hecho de partir de cero sin el lastre de las viejas instalaciones que los ingleses no se decidían a renovar. Este relativo ejemplo no pretende justificar el suicidio individual de Hitler y el colectivo de quienes lo siguieron. Solo quería insistir en como la Segunda Guerra fue un final más legible que el de la Primera y dio paso a la ilusión de una nueva era.
Declarar una guerra para promover un desarrollo industrial es un crimen contra la humanidad. Aprovechar la devastación para crear un nuevo modelo productivo es un humanitario acto de reflexión. ¿Cómo calificar la guerra de un país contra sí mismo para destruir su propio sistema productivo y a las riquezas milenarias de su naturaleza?
En Venezuela la celebración de las ruinas es evidente, solo que de una manera precipitada, usualmente histérica y sin tiempo para edificar. Desde el principio se utilizó más energía en la destrucción del presente que en la construcción de un futuro. Se convirtió en ruina lo que existía y se inauguraron obras inconclusas que la mayoría de las veces no pasaban de ser una quimera estruendosa. El verbo arruinar se ha conjugado aniquilando el pasado y abortando el futuro. Estamos hablando de un país que se ha “auto-suicidado a sí mismo”, hundiéndose en los límites del drama y evitando el acto final que conlleva asumir una tragedia.
IV
Todas estas disquisiciones sobre las diferencias entre el drama y la tragedia pueden resultar dolorosamente insultantes para quien ha visto a su hijo o a sus padres, a su hermano o a su amado expuesto en las redes sociales semidesnudo, torturado y drogado. Quien ha visto a un ser querido morir abaleado por protestar dirá que sí ha vivido una tragedia, y tiene razón. También quien ha sentido cómo se difuminan y deshacen las hebras de una familia que fueron tejidas por varias generaciones.
¿El hecho de que los asesinatos hayan sido espaciados a un ritmo que sugiere una fórmula matemática, como obedeciendo a una estadística establecida por el gobierno, acaso hace el drama menos trágico?
¿Qué los cinco millones de exilados venezolanos hayan resultado ser emprendedores, más dispuestos a encontrar un camino que a lamentarse de un éxodo de proporciones bíblicas, acaso hace menos trágica esta emigración forzada?
¿Entonces por qué decimos que no ha existido una tragedia, si la dimensión de los asesinatos y del exilio es colectiva? La respuesta a esta pregunta es tan simple como el hielo o el fuego: Porqué aún no existe una conclusión, parte integral de toda tragedia.
Preguntará la madre o el padre, la esposa o el esposo, el hijo o la hija:
-¿Qué puede ser más concluyente que la muerte?
¿Qué podemos responder?, ¿cómo podemos aceptar que la palabra, con su significado y sus grandes finales, le pertenezca a los griegos solo por haberla inventado y consagrado gracias Esquilo, Sófocles y Eurípides?
Para utilizar una imagen digamos que nuestra tragedia está guindando de un hilo. Pero ese hilo no es una medida de tiempo. Los ingleses hablan de “hair-splitting”, una expresión que puede traducirse como “dividir un pelo” y se refiere a “prestar demasiada atención a las pequeñas diferencias y a los detalles sin importancia de un argumento”. En el caso de Venezuela ese pelo o ese gajo parece hacerse más fuerte a medida que se reduce y se divide. Esta evidente reducción hace patente y patética su naturaleza. Creo que ese pelo se va haciendo cada vez más militar y más mafioso, dos sustancias que pueden generar una mayor energía con menos ejecutores por una sencilla y apetitosa fórmula: Mientras menos son más poder tienen y hay más para repartir.
V
Al preguntarnos qué es una tragedia y cómo llevarla a su conclusión menos dolorosa y más auspiciosa, deberíamos examinar cuáles son sus mecanismos, sus componentes. Tenemos la suerte de contar con un punto de partida escrito hace unos veinticinco siglos: La poética de Aristóteles. Vayamos a los capítulos donde se define la tragedia y se señalan sus elementos esenciales.
La trama es el argumento, la disposición de las acciones y la adecuada sucesión de los eventos. Para permitirle al drama venezolano convertirse en tragedia conviene establecer su secuencia con claridad. Aristóteles es muy preciso al hablar de una adecuada “estructuración de los hechos” y cómo esta debe darse de forma “verosímil y necesaria”. Se refiere a la necesidad de un ordenamiento lógico de causas y efectos al punto que si se suprimiese alguno de los sucesos se dislocaría totalmente el conjunto de la obra.
El carácter se pone de manifiesto en las decisiones de los personajes, en su habilidad para reflejar que han ejercido una elección, una opción precisa, un rumbo definido. El carácter revela que hay un propósito moral al mostrar cuáles son las cosas que el personaje selecciona o evita.
El pensamiento es la facultad de decir lo que es posible y pertinente en cada circunstancia. Le concierne todo lo que puede alcanzarse a través de las palabras: Demostrar, refutar, despertar pasiones, compasión, temor, ira, amplificar o disminuir cualquiera de estas expresiones.
La elocución es la capacidad de definir lo que cada cosa es realmente.
El espectáculo incluye la escenografía, los efectos espectaculares.
La música es un arte que parece aupar el arrebato y el delirio, pero en realidad los domestica con el ritmo, con las secuencias y los silencios.
VI
Para terminar quisiera ofrecer algún ejemplo de cómo utilizar esta oferta que nos hace Aristóteles con sus seis elementos. Me atraen los requerimientos de la trama pues creo que ha habido grandes fallas a la hora de trazar la secuencia de puntos; pero la historia no es mi fuerte. Nuestras imprecisiones morales, cambios de rumbo y carácter al tomar una elección también son un tema interesante, pero me siento parte del problema más que de su solución. Sobre la música y el espectáculo carezco de herramientas, algo que lamento profundamente. Me quedan los temas del pensamiento y la elocución, dos elementos que están entrelazados. Considero de mucha importancia definir adecuadamente lo que cada cosa es y siento que quizás tengo algo que decir: Quienes han sumido al país en un cataclismo han sido calificados de dictadores y socialistas, y creo que ambas etiquetas están equivocadas.
¿Cómo podemos calificar de socialistas a quienes han implantado un capitalismo salvaje? Los actuales artífices de un país en proceso de extinción le han hecho un daño terrible a toda propuesta socialista en un momento histórico muy necesitado de equilibrar las tendencias políticas para que ofrezcan sus propuestas más sensatas y complementarias. Los principales antagonistas de la mafia militarizada que está destruyendo a Venezuela deberían ser los gobiernos socialistas del mundo. Mientras más extremas sean las posiciones socialistas de otros países, con más saña deberán enfrentar a quienes les han robado la bandera para desprestigiarla con la enfermedad extrema de un capitalismo rapaz y ramplón.
Otro término que al imponérselo a quienes han sido implacables en la degradación de los recursos e instituciones, ciudades y pueblos, industrias y producción de alimentos, es la palabra dictadura.
Venezuela ha tenido dictadores, demasiados. Bolívar fue dictador hasta el Congreso de Angostura en 1819, cuando dijo ante los congresistas: “¡Dichoso el ciudadano que bajo el escudo de las armas de su mando ha convocado la Soberanía Nacional para que ejerza su voluntad absoluta!”, y agregó:
Cuando cumplo con este dulce deber, me liberto de la inmensa autoridad que me agobia, como de la responsabilidad ilimitada que pesaba sobre mis débiles fuerzas. Solamente una necesidad forzosa, unida a la voluntad imperiosa del pueblo, me habría sometido al terrible y peligroso cargo de Dictador Jefe Supremo de la República. ¡Pero ya respiro devolviéndoos esta autoridad, que con tanto riesgo, dificultad y pena he logrado mantener en medio de las tribulaciones más horrorosas que pueden afligir a un cuerpo social! No ha sido la época de la República, que he presidido, una nueva tempestad política, ni una guerra sangrienta, ni una anarquía popular, ha sido, sí, el desarrollo de todos los elementos desorganizadores; ha sido la inundación de un torrente infernal que ha sumergido la tierra de Venezuela.
El último dictador fue Marco Pérez Jiménez. Durante seis años ocupó la presidencia pero estuvo en las crestas del poder, con diferentes funciones, desde 1945. No ejerció, como planteaba Bolívar una dictadura necesaria, pero si ha sido considerado como uno de los principales constructores y promotores de la Venezuela moderna.
Si establecemos una secuencia desde los tiempos de la Independencia no encontraremos una dictadura cuya capacidad de destrucción y generación de venezolanos en el exilio se acerque a la de la actual mafia militarizada (al usar este calificativo no estoy siendo teatral, simplemente no encuentro otra manera justa de calificarlos). La razón de que no haya una dictadura en la historia de Venezuela capaz de generar un drama nacional e internacional semejante al que han generado los actuales mafiosos militarizados, se debe, simplemente, a que estos no tienen las cualidades necesarias para ser dictadores, Ellos no configuran un gobierno absoluto sino un absoluto desgobierno. En esta grave anormalidad reside su insólito poder y su persistencia; en ser incalificables, incalumniables, inasibles, y estar más allá de toda tipología política.
Estos son, a mi entender, algunos de los puntos que hay que considerar al enfrentar el problema de convertir nuestro endémico drama en una tragedia comprensible capaz de generar un final. Sea este el que sea, será el inicio de algo nuevo, distinto. Así como no ha sucedido en el pasado, es muy poco probable que exista en nuestro futuro algo igual o peor a lo que hemos vivido.
*Las fotografías internas fueron facilitadas por el autor, Federico Vegas, al editor de La Gran Aldea.