Todo nos separa, menos el agravio. Cada uno de los 30 millones de venezolanos, esté donde esté, sean cuales sean su biografía y su geografía, lleva consigo este agravio. Ofendidos, indignados por la pérdida, por millones de renuncias, decepciones, duelos. Todos estamos agraviados. Todos nos sentimos víctimas. Cada quien tiene un culpable a mano para darle cuerpo a su herida.
La despolitización. La conversación pública dejó de ser política porque adoptó una gramática de indignación moral permanente que reduce todo conflicto al disgusto moral y termina privilegiando el sentimiento de cada quien y no la capacidad de pensar políticamente. Es a primera vista paradójico que hayamos pasado de la “hiperpolítica” que invadía todos los rincones de la vida, a este silencio que rumia. Pero es como una especie de historia natural de la opresión: lo que hacen las dictaduras y los nuevos despotismos es reducir el ámbito de la vida al de la sobrevivencia. Y para sobrevivir uno solo cuenta con lo que tiene a mano. Desaparecen las instituciones que son como reglas de relación entre las personas y estas quedan huérfanas, aisladas y sin palabras.
El sueño del déspota. El proyecto del siniestro club de déspotas que repudia la democracia no es acabar con el sistema sino acabar con cualquier tipo de política en realidad. Que el poder ya no esté más nunca en disputa y que las decisiones relevantes socialmente sean las puramente técnicas. En China se pone en práctica una especie de evaluación del ciudadano que le otorga puntos de buena conducta, con lo cual se le abre acceso a la prosperidad personal, al consumo, negados a los “mala conducta”. Una moralidad técnica, sería eso: la sociedad no estará compuesta por gente que tiene opciones para decidir su vida y por lo tanto intereses distintos, sino por buenos y malos.
Efecto inesperado. El daño infligido ha sido catastrófico. Pero aparece otra paradoja: El sufrimiento iguala aunque sus causas sean distintas. O tal vez no sean tan distintas. Tras el inmenso memorial de agravios hay uno común: el país que conocíamos naufragó. “El país” puede ser muchas cosas. Para algunos, la familia, la convivialidad, esa ligereza del humor, las oportunidades, el ascenso social, el otear un horizonte para sus hijos. Pero para otros, es el “proyecto histórico” lo que desapareció. Hecho trizas. Quedó enterrada la ilusión revolucionaria de fundar un nuevo país borrando la historia. Hoy lo que queda es reconstruir sobre ruinas, en el mejor de los casos.
Relato de origen. El chavismo se cobijó, desde su origen, en un relato de agravio histórico que compilaba ofensas desde la traición a Bolívar hasta la derrota de la insurrección armada de la ultraizquierda que la joven democracia tuvo que enfrentar. Ciertamente es un relato de reivindicación histórica que se juntaba con resentimientos y fracturas que la “ilusión de armonía” democrática no supo metabolizar. Es eso, más que una ideología, lo que lo agitó y a su vez puso en movimiento una fuerza centrífuga, una voluntad de dividir a la sociedad en vencedores y vencidos.
Deshacerse de la gramática del vencedor. Con ese lenguaje se terminó moldeando no solamente el cuento revolucionario sino que se contaminó la alternativa democrática. Hay una línea discursiva que presenta el cambio político como la única fuente de desagravio colectivo, con una nueva lista de vencedores y vencidos, como si la inversión de roles borrara el sufrimiento ya padecido. Lo que logra es, por el contrario, prometer la prolongación del conflicto: no es posible concebir una democracia de “vencedores”. La experiencia en todas las latitudes muestra que la reparación de los agravios exige un fuero especial que no es el mismo de lo político, sino el de la justicia. La recuperación democrática solo será posible como un proyecto agregativo de consensos mínimos pero fundamentales, uno de los cuales, pero no el único, es la rendición de cuentas. Pero quien pide esa cuenta es la víctima, no el “ganador” histórico.