En la aldea
26 diciembre 2024

Las muchas muertes de Salvador Franco

El pemón Salvador Fernando Franco Pérez que sucumbió al hambre y las fiebres en el presidio político de la dictadura de Nicolás Maduro había empezado a morir el día en que sus tierras fueron invadidas, sus ríos envenenados y su libertad arrebatada.

Lee y comparte
Milagros Socorro | 10 enero 2021

La autopsia evidenció que a Salvador Franco lo mataron el hambre y la tuberculosis que campean en las cárceles donde el régimen de Nicolás Maduro arroja a los presos políticos. Pero su muerte y la de su pueblo había sido jurada mucho antes de que un tribunal, en un juicio teatral, lo sentenciara por terrorismo, sustracción de armas de fuego o municiones en resguardo y, en fin, esos cargos que el chavismo reparte entre la disidencia.

Salvador Fernando Franco Pérez y otros doce indígenas secuestrados el mismo día habían empezado a morir cuando Chávez llegó al poder y se hizo redactar una Constitución, como quien contrata los servicios de un sastre. Y no porque el capítulo dedicado a los pueblos indígenas tuviera, como casi todo el resto, la función expresa de acabar con las libertades, concederle todo el poder al caudillo y justificar con mil leguleyismos los abusos. Al contrario. Los expertos coincidieron en su momento en que la Constitución de Chávez, germen de tiranía en casi todo, era favorable a las minorías indígenas. Lo que no se observó fue que las islas de bondad en aquel libro perverso poco lograrían si todo lo demás estaba diseñado para darle al golpista del 92 manga ancha para disponer de los recursos de la República y volver añicos las instituciones.

Aquel capítulo 8 de la Constitución de 1999, que establecía el derecho de los pueblos originarios al uso y gestión de sus territorios, inspiró la promulgación, en 2001 de la ley del Hábitat y Tierras para la demarcación de los territorios indígenas, que resultaría, en 2005, en la LOPCI (Ley Orgánica de Pueblos y Comunidades Indígenas) supuestamente para reconocer y garantizar los derechos ancestrales y originarios de las poblaciones indígenas en Venezuela.

La LOPCI preveía una institución que rigiera las políticas para las poblaciones nativas, pero en vez de crear el instituto prefigurado en la ley, el régimen, en 2007, se sacó de la manga un Ministerio de los Pueblos Indígenas. Otro ministerio. En este caso, una burocracia que se encargaría de la demarcación de tierras indígenas, en cuyo nombre, por cierto, se cometieron terribles desmanes, que el país no tardaría en resentir en la forma de descenso en la producción de alimentos. La verdad es que el Ministerio de los Indígenas nació como un gran monstruo, el brazo del chavismo para ideologizar a las poblaciones originarias y mantenerlas en la situación de dependencia a la que se redujo a toda la ciudadanía. Y esto lo hizo el régimen con la complicidad de conspicuas figuras que llevaban décadas de figuración como líderes de estos pueblos.

Grupos en riesgo

En 2019, el Informe anual de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, abarcó a los 50 grupos indígenas, que constituyen el 2,5% de la población de Venezuela, en la categoría de “Grupos en situación de riesgo”. Y a continuación enumeró los horrores -no puede llamarse de otra manera- a que la dictadura chavista-madurista ha condenado a estos grupos. El texto establecía: La vulneración al derecho a la alimentación y a la salud; el cierre de las fronteras como flagelo para los pueblos cuyos territorios tradicionales se extienden a ambos lados de la línea, como los wayuu y los pemones, entre otros; las violaciones de los derechos colectivos de los pueblos indígenas a sus tierras, territorios y recursos tradicionales; la extracción de minerales, especialmente en los estados Amazonas y Bolívar, incluyendo la región del Arco Minero del Orinoco, que ha dado lugar a violaciones de diversos derechos colectivos, entre otros los de mantener costumbres, modos de vida tradicionales y una relación espiritual con su tierra. «La minería también provoca graves daños ambientales y en la salud, como el aumento del paludismo y la contaminación de las vías fluviales. Tiene un efecto diferenciado en las mujeres y niñas indígenas, que corren mayor riesgo de ser objeto de trata de personas», decía el Informe de 2019, que documentaba asesinatos y represión cruel perpetrados por soldados contra comunidades pemonas, como la del 22 de febrero en Kumaracapay; la existencia de «una posible fosa común», así como la huida masiva de pemones a Brasil, «quienes han sufrido violaciones de sus derechos individuales y colectivos, que atañen a sus costumbres, su territorio y la libre determinación».

Envenenados, abaleados, prostituidos en Informe del año siguiente, 2020, se enumeraban las atrocidades ocurridas en la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional “Arco Minero del Orinoco” (AMO), creada por decreto en febrero de 2016, para explotar sin control, recursos como oro, diamante, coltán, hierro y bauxita. «La información de que dispone el ACNUDH», rezaba el Informe de 2020, «indica que gran parte de la actividad minera, tanto dentro como fuera del AMO, está controlada por grupos delictivos organizados o elementos armados. Son estos los que deciden quién entra o sale de las zonas mineras, imponen reglas, aplican castigos físicos crueles a quienes infringen dichas reglas y sacan beneficios económicos de todas las actividades en las zonas mineras, incluso recurriendo a prácticas de extorsión a cambio de protección. La información disponible muestra que la mayoría de las minas son controladas por grupos criminales organizados, llamados “sindicatos” a nivel local […] Estos grupos reproducen el modelo del “pranato” que existe en algunas cárceles de la República Bolivariana de Venezuela, y que consiste en una estructura criminal sometida a un “jefe o pran” que impone brutalmente sus órdenes a los reclusos y controla actividades ilícitas dentro y fuera de la prisión».

Este molinillo de muerte y sevicia se volcó contra los indígenas y, muy especialmente contra los pemones, cuyas mujeres y niños fueron forzados a la explotación sexual y la trata en las zonas mineras. «La prostitución se organiza ya sea en pueblos cercanos o dentro de las zonas mineras en las llamadas “currutelas”, que son barracones construidos con tablones de madera cuyos propietarios abonan una tarifa a los grupos criminales para poder organizar su actividad».

¡Se está muriendo de hambre!

Cuando Salvador Franco y los otros 12 pemones fueron detenidos por la dictadura, en diciembre de 2019, por “haber participado en el asalto a dos instalaciones militares en el estado Bolívar”, el mundo en que ellos habían nacido había sido sometido a un intensivo daño ambiental y desforestación, sus ríos habían sido envenenados con mercurio, sus paisajes eran pasto de grupos armados, su fauna había sido dispersada, el conuco que era su forma de agricultura había sido destrozada a culatazos, sus artesanías echadas al fuego, el Cachirí arrebatado, sus jóvenes entregados al comercio más brutal.

El 30 de septiembre de 2020, cuando los pemones llevaban ya meses en el Internado Judicial de El Rodeo II, los integrantes de la ONG Foro Penal denunciaron que los 13 hombres de la etnia Pemón no recibían alimentación. Y que además los tenían aislados.

El 28 de noviembre, los familiares divulgaron un comunicado donde le exigían al régimen de Nicolás Maduro que los dejara en libertad, que les permitieran recibir atención médica, medicinas, comida. El Tribunal Cuarto de Primera Instancia en Funciones de Control del Área Metropolitana de Caracas (AMC) ordenó que Salvador Franco debía ser llevado a un centro asistencial para una evaluación médica.

El 22 de diciembre, el abogado y defensor de DDHH, Olnar Ortiz, puso en Twitter un video donde la hermana de Salvador Franco denunciaba el grave estado de salud de este. El dictador les negó todo. 

El 3 de enero de 2021, Salvador Franco terminó de morir. En el Internado Judicial Rodeo II, en Guatire, estado Miranda. Tenía 44 años.

Lee y comparte
La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
Más de Opinión