En la aldea
21 diciembre 2024

Utopía perdida: Robots victorianos en el trópico venezolano

Arrastrado por un vano intento del hombre de salvarse a sí mismo haciendo promesas imposibles de cumplir, y atribuyendo a sus ideas o planes poderes increíbles que no tenía. Venezuela fue el objeto principal de un proyecto futurista, que alrededor de 1844, John Adolphus Etzler y un puñado de oportunistas se enfrentaron a la realidad en la dureza del terreno, y a los pocos años no hubo espacio para idealismos y utopías. El sueño fracasado de crear colonias europeas con pioneros en el trópico, sus disputas, engaños y desaciertos, solo quedaron plasmados en rotativas y misivas.

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Tony Frangie Mawad | 21 octubre 2020

La Nueva Era, cuyo corto primer aliento de vida sucedería en las junglas de Venezuela, era inminente: Millones de personas le darían la espalda a los invivibles climas templados de Europa y Norteamérica, a los olmos y a los maples, y migrarían en masa a los trópicos donde países nuevos y superiores se alzarían de la tierra húmeda. Ese era el planteamiento que John Adolphus Etzler -un utopista tecnológico alemán emigrado a Pittsburg y ahora asentado en Inglaterra– hacía en el manifiesto “Emigración al mundo tropical”, publicado en mayo de 1844. El mundo actual está en el borde de una revolución de conocimiento, afirmaba Etzler, como también una en la política, la economía y la sociedad. No es difícil notar la influencia que tenía Alcott House, donde publicaba su texto, en sus palabras: Una casa rodeada de árboles en el countryside inglés que, desde finales de la década de 1830, servía como sede de The Concordium: Una escuela espiritual y progresista de ideales utópicos, fundada por el místico socialista inglés James Pierrepont Greaves, donde se seguían principios como el vegetarianismo estricto, el celibato, la astrología, la hidroterapia y hasta la frenología.

Etzler, sustentándose en relatos viajeros y en las observaciones científicas de exploradores como Alexander von Humboldt y Jean François Dauxion-Lavaysse, veía su utopía en el trópico: Vastas regiones de la tierra sin poblar, mucho más fértiles y bellas que la densa Europa. Siguiendo las estimaciones de Humboldt, Etzler calculaba que un acre de tierra tropical podría ser el equivalente de cincuenta acres europeos: El trópico, afirmaba el alemán, tenía la capacidad de alimentar 1.280 veces la población terrestre de los 1840. Sus planes agricultores incluían plantaciones de maíz, que era superior al trigo, mientras que “calabazas, melones y otras plantas rastreras” se podrían sembrar entre sus filas. Las calabazas se refinarían en azúcar, como un alimento enriquecedor o un ingrediente, y sus semillas en comida para las aves del corral o para extraer aceite. También se cultivarían palmeras, para comida o artículos de conveniencia, y vastas plantaciones de cambur que sería tan esencial como el pan para los europeos. La cornucopia de Etzler, con sus frutas inmensas y hojas anchas, vendría de la mano con el Satélite: Una hipotética maquina auto-operativa, suerte de robot, motorizada por aire y agua que limpiaría el terreno de vegetación, araría la tierra y mantendría las cosechas sin labor humana o energía importada.

Etzler era la “encarnación del entusiasmo tecnológico del siglo diecinueve y un proponente temprano de fuentes de energías renovables”, dice el filósofo Christopher E. Johnson en su tesis “Turn on the Sunshine”: A History of the Solar Future, pues como alternativa del carbón veía “un futuro de riqueza universal y felicidad hecha posible por tecnologías que derivaban poder de fuentes menos materiales”. Sus “sueños utópicos, aunque excéntricos hasta para su tiempo, reflejaban una seguridad común ilustrada en la tecnología, como medio para superar las barreras al progreso humano impuestas por la naturaleza”.

John Adolphus Etzler, utopista tecnológico estadounidense de origen alemán nacido en 1791.

Así, su utopía tropical se sustentaría en la azúcar procesada de miles de variedades y especies de plantas tropicales, que la proporcionarían de manera fácil y gratuita mientras que el vegetal seco sería usado como harina. De aquella mezcla, e incluso de pastel de madera, saldrían nuevos alimentos nutritivos. Los mares también serían tan habitables y “productivos como la tierra”, pues sus satélites cortarían los largos bosques del oeste americano para formar grandísimos botes, motorizados por el viento y el Sol, que se cubrirían con tierra fértil y semillas que crearían jardines productivos hasta cubrir al océano con gigantescos jardines flotantes. Estos, a su vez, estarían conectados a la tierra por cuerdas seguras y a otros, formando una cadena hasta cubrir toda el agua marina del trópico y dar de comer cinco o seis veces a toda la población del planeta.

Sus comunidades tropicales se librarían del materialismo innecesario, sus preocupaciones, sus gastos y su obsesión con la labor humana: El hogar sería una pequeña choza de bambú con techos de grande hojas impermeables, mientras que las vestimentas serían de muselina o algodón barato con zapatos de caucho y sombreros de hojas. La mueblería se reduciría a una mesita de bambú y cojines de algodón o caucho. El vegetarianismo no sería  obligatorio pero, creía Etzler, la humanidad tropical gradualmente se daría cuenta de sus beneficios y lo adoptaría. Además, se criarían exponencialmente puercos, aves, perros y gatos para que acabasen con los reptiles e insectos del trópico y sus venenosas mordidas y enfermedades. La educación y los placeres sociales y literarios serían manejados por una asociación de miles de personas que se mantendrían de un pequeño impuesto, y celebrarían los conciertos y lecturas en carpas de hojas o bajos árboles de sombra. En su utopía tropical, la raza humana viviría como “se dice que viven los ángeles del cielo, excepto que pueden comer hasta llenar sus estómagos y probar las cosas buenas de este mundo”.

El europeo, asedado por hambruna y sobrepoblación, encontraría solución a sus problemas en las selvas y sabanas de Asia, África, Nueva Holanda (Australia), Sudamérica y las posesiones británicas en el trópico. Elegir el lugar inicial, explicaba Etzler, sería el deber de una sociedad organizada de emigración. Aunque, explicaba, había que aprovecharse de “una oferta hecha por el Gobierno de Venezuela” a su gente -ingleses destituidos de clase obrera: Una tierra salvaje entre Cumaná y Caracas-. Además, la tierra sería libre de impuestos y servicio militar por quince años, siempre y cuando la sociedad cultivara una pequeña proporción de esta tierra. La utopía empezaba a asomarse en las riberas del Orinoco.

La Sociedad de emigración tropical

Con la propuesta de Venezuela en mente, Etzler sostuvo que la migración inicial al trópico sería llevada a cabo por un grupo de pioneros que limpiarían la vegetación con los satélites automáticos. Al cabo de un año, los miembros de la sociedad de emigración serían recibidos. De hecho, habría un número de cirujanos, doctores y apotecarios que cuidarían de enfermos y accidentados por varios años. También vendrían maestros, a quienes no se les permitiría enseñar “asuntos de fe”: Etzler había crecido en los tiempos que el Rin había sido controlado por el avance tecnológico, haciéndolo tener una fe “profundamente laica” en la posibilidad de la utopía, dice Benjamin N. Lisle en su disertación “Toward a More Perfect Engine: Natural Science and Optimism in the American Renaissance”; “basada firmemente en la creencia que el poder y el conocimiento humano, enfocado en hacer uso de las fuerzas disponibles en la naturaleza, proveería los medios para establecer su Nuevo Edén”. 

En sus escritos, Etzler afirmaba que el hombre -emancipado del trabajo por sus satélites- podría dedicarse a sus talentos: Una sociedad de música, ciencia, drama, arte y conversaciones refinadas. De hecho, planteó una posibilidad más material en las tierras comunales: Grandes edificios con apartamentos con luz de gas, agua caliente y fría, aire acondicionado, aire aromático y filtrado, y hasta gases insecticidas. De hecho, Etzler sugería que el gobierno inglés usase su dinero de beneficencia a los pobres para mandar a esta población a las colonias británicas del trópico: Para el quinto año, afirmaba, los satélites producirían alimentos para mil millones de personas. El campesino despreciado y el labrador común, diría James Elmslie Duncan -uno de los seguidores de Etzler-, serían “los príncipes de la Tierra”.

Etzler tenía en común la visión de los protestantes posmilenaristas de “restablecer el dominio de Adán sobre la naturaleza”, explica el académico Eugene McCarraher en su obra sobre el capitalismo The Enchantments of Mammon, pero “al augurar la fabricación tecnológica del encantamiento, también presagiaba el milenio cibernético de producción plenamente automatizada”. De hecho, durante el auge de su proyecto, anunciaría otro concepto robótico: Una maquina naval auto-operativa, motorizada por el aire y las olas, que reduciría el tiempo de viaje marítimo.

Así, el 13 de octubre de 1844, la Tropical Emigration Society (Sociedad de emigración tropical) se reuniría por primera vez en la casa londinense de Etzler. Para final de año, cien personas se unirían a la Sociedad. Ese mismo mes, aparecería The Morning Star, el órgano escrito oficial de la Tropical Emigration Society, editado por Duncan. En su primera edición, Duncan llamaba a Etzler como “el más grande hombre científico” y equiparaba a esta profesión, hasta considerarla superior, con poetas, filósofos y profetas. También, con el anuncio de la sociedad, Duncan promocionaba acciones en esta a 5 libras esterlinas que equivaldrían a 30 acres de tierra tropical y el uso del satélite.

John Adolphus Etzler sustentándose en relatos viajeros y en las observaciones científicas de exploradores como Alexander von Humboldt veía su utopía en el trópico.

La Sociedad crecía en números en Escocia y el Norte de Inglaterra, donde habían ramas regionales, y Etzler y su agente Conrad Friedrich Stollmeyer (otro alemán emigrado a Estados Unidos, donde se había convertido en un empedernido abolicionista) anunciaban sus planes para abrir ramas nuevas en los las tierras alemanas, Francia y los Estados Unidos donde las amistades de Etzler promocionaban la idea y traducían el manifiesto. Vigorosos, y empedernidos por una sociedad donde las lealtades nacionalistas darían paso a las lealtades humanas; el 5 de noviembre se hicieron los arreglos para la partida de Etzler y se aprobó la Constitución de la Sociedad, cuyas primeras cuatro resoluciones (de veinte) aclamaban a Venezuela como el mejor de los países tropicales para establecerse: Recalcaban su reciente emancipación del despotismo, su sistema republicano, su cercanía a EE.UU. y Europa, y las ofertas de su gobierno (en ese momento con Carlos Soublette de Presidente) a los inmigrantes.

Llegado febrero de 1845, trescientas personas asistieron a una fiesta de té – repleta de brindis por su travesía- para despedir a Etzler: Con él irían un tal Mr. Carr de la ciudad de Newcastle upon Tyne (aparentemente un conocido de Etzler, quien -como él- había viajado previamente a los trópicos y había quedado impresionado) y un tal capitán Taylor. También vendría la familia de Etzler, quienes vivirían en un pueblo costero mientras la delegación exploraba la tierra adentro. La fuerza dominante tras el emprendimiento no era la fe en la máquina de Etzler, afirmaba el miembro de la Sociedad George Hillary en una carta publicada por The Morning Star, sino la creencia en la productividad de la naturaleza tropical.

Un mes después de la partida de Etzler, Stollmeyer formalmente promocionaría la venta de acciones de su propuesta Venezuelan Transit Company (Compañía Venezolana de Tránsito): Una institución supuestamente ahorrativa en la cual los accionistas estarían pagando por sus futuros viajes a Venezuela, que además -como persona jurídica, siguiendo los estatutos de la ley venezolana de emigración de 1840- podría pedir préstamos de transporte al gobierno venezolano. Además, la compañía tendría permiso para usar las patentes de Etzler para hacer islas flotantes sustentadas en la energía de las olas que cruzarían el océano y enriquecerían a la compañía. Por su lado, en abril, la junta directiva de la Sociedad anunciaría la contratación del ingeniero Thomas Atkins para construir el satélite y culminarlo a mediados de junio: Un aparato de costo barato que, según Stollmeyer, resolvería la cuestión esclavista al realizar el trabajo de trescientos esclavos: El esclavo negro sería reemplazado por el esclavo de hierro, creía el abolicionista Stollmeyer.

Para la primavera de 1845, afirma el estudioso Patrick Ronald Brostowin en su disertación de 1969 “John Adolphus Etzler: Scientific-Utopian During the 1830’s and 1840’s” (una de las fuentes más completas sobre el utopista alemán), veintiocho pueblos ingleses tenían ya sus propias ramas de la Sociedad y existían cinco centros de reunión en Londres. Mientras tanto, tras un viaje placentero y seguro, Etzler y sus compañeros desembarcaban en Puerto España, en la isla de Trinidad, de donde Carr y Taylor rentarían un pequeño bote para explorar posibles lugares en la Península de Paria. Retornarían a Trinidad en dos semanas, tras ver tierras en venta o renta, para decidir la locación temporal en Paria. Así, para los ojos de aquellos utopistas de clase obrera, la maravilla robótica se abría para augurar una utopía cosmopolita, abundante y libre de labor entre los Chaguaramos, Jabillos y Samanes de Venezuela: Donde Cristóbal Colón, trescientos cincuenta años antes, creía haber conseguido el paraíso terrenal.

Etzler en Venezuela

Tres semanas después, Carr y Taylor regresaron maravillados de Paria, hablando de sus “bellos, fértiles y sanos valles”, todos en manos de hacendados. En cambio, las montañas cercanas a las plantaciones eran propiedad pública que el Estado venezolano, en base de una ley de 1844, podría venderle a los inmigrantes: Aun así, tendrían que limpiar los manglares que daban entrada a los valles, pues los mosquitos se podían reproducir allí y causar enfermedades en los locales. Aunque Etzler esperaba comprar tierra sin cultivar por un precio que no excediesen las 100 librasesterlinas, la tierra más pequeña en Paria se cotizaba en el precio de 2.500 dólares. La compra resultaba imposible, pero el debate surgió entre Etzler y sus dos acompañantes hasta que Taylor -probablemente tras caer en cuenta que habían desperdiciado seis semanas- decidió rendirse con Paria y propuso partir a Angostura (que sería renombrada Ciudad Bolívar el siguiente año) en el río Orinoco. Antes de partir a Angostura, a finales de abril, Etzler admitiría en una carta: “Empaco mis cosas con un gran pesar -la temporada de lluvias ha comenzado- Carr ya tiene una fiebre… pero yo he sido lisiado en mi voluntad y poder”. Pero el plan se detendría: Con la inclemente lluvia inundando los llanos y desbordando el Orinoco, Carr aceptó la propuesta inicial de Etzler de partir a Caracas para hablar con el Gobierno y recibir tierra pública.

“Para los ojos de aquellos utopistas de clase obrera, la maravilla robótica se abría para augurar una utopía cosmopolita, abundante y libre de labor entre los Chaguaramos, Jabillos y Samanes de Venezuela”.

La noticia ya hacia bulla en Caracas, donde el diario El Progreso de febrero 26 de 1845 afirmaba que la comunidad de Etzler adoptaría al país como suyo, contribuiría al crecimiento de este y -siguiendo las ideas de blanqueamiento de la época- beneficiarían al país con su moralidad, industria y riquezas territoriales. Etzler llegaría a los calurosos puertos de La Guaira el 12 de mayo, a bordo del barco Graciosa, donde sería recibido por un oficial del Gobierno que le ofreció cualquier ayuda posible. Las promesas utópicas del alemán encantaron a la elite caraqueña: Como cortesía, la aduana no revisó su equipaje, fue presentado al capitán del Puerto y fue acompañado a Caracas -subiendo El Ávila en mula- por el ex secretario de Hacienda y Relaciones Exteriores, Francisco Aranda. Al día siguiente, sería introducido a un tal señor Las Casas -hermano del juez de la delegación venezolana en Londres– que había escrito el artículo en El Progreso y que lo introduciría a varios personajes de la élite de la capital. Por medio de Las Casas, Etzler enviaría preguntas sobre el territorio en Paria al secretario del Interior: Este, mostrando la suerte de república archipiélago que era Venezuela y para sorpresa del alemán, le explicó que el Gobierno no tenía registros ni mapas de aquellas tierras. En cambio, le recomendó, podría establecerse en Rio Chico o en Barinas, Barquisimeto o Maracaibo. Jugando a la diplomacia, Etzler logró que el secretario aceptase renunciar al requisito de tener seguridad en las tierras de la Sociedad, pero no logró conseguir un préstamo del Estado venezolano.

Por ello, tras leer los textos y mapas de Agustín Codazzi, Etzler decidiría establecer el sitio permanente en el piedemonte barinés, donde Andes y Llanos se mezclaban entre ríos y selvas dispersas. Así, en junio, se informó con hacendados de la región en Caracas y promocionó sus ideas en español. Mientras tanto, el sitio temporal -donde recibirían a los primeros inmigrantes– sería en Paria.

Güinimita

A pesar de los conflictos que ahora plagaban a la multicéfala Sociedad -pues las ramas regionales, especialmente la de Branford, criticaban el trato injusto que percibían de la rama de Londres– la Sociedad decidió elegir, en agosto, a los primeros 100 miembros que emigrarían a Venezuela. Un mes después, se celebraría la prueba esperaba del satélite en la pintoresca aldea de Bicester, cercana a Oxford: La máquina se descompuso. Aun así, varios miembros de la Sociedad consideraron que la falla estaba en la ingeniería del ingeniero, Thomas Atkins, y no en el diseño de Etzler. The Banbury Guardian, un tabloide sensacionalista de la región, reportaría el éxito del principio de transmisión de poder por cuerdas desde un punto fijo a un punto en movimiento, pero cuestionaba si la máquina podría realmente cumplir lo que prometía: “Unas capacidades casi supernaturales” según el periódico. Aun así, la Sociedad no decidió seguir las pruebas: Habían concluido, explicó Stollmeyer, porque los miembros consultados estaban satisfechos pues consideraban que los obstáculos del satélite eran fácilmente remediables.

El día después del aniversario de la Sociedad, Etzler mandó una carta a Londres: Se encontraba en Valencia, pues el gobernador de Carabobo quería que la sociedad se estableciera permanentemente en su provincia: Estaba tan impresionado con el modelo a escala del satélite que tenía Etzler que lo expuso en su casa, pidiéndole a Etzler que le explicase cómo funcionaba su máquina a cualquier interesado. En Valencia, Etzler conocería a Johann von Uslar -uno de los voluntarios alemanes de la Guerra de independencia, llegado en 1819, y bisabuelo de Arturo Uslar Pietri– quien lo introduciría a Fernando Bolívar, sobrino del Libertador e hijo de su medio hermano, quien le ofreció conseguir un sitio para su colonia en el área: Etzler la consideraba superior a Caracas por su temperatura y su falta de neblina, además -considerando lo imprecisos que podían ser los préstamos territoriales del Estado- podrían empezar rentando las tierras carabobenses de Uslar.

El sueño venezolano parecía concretarse: En octubre, Carr y Taylor lograron negociar la parte de una hacienda en el área de Güinimita, al sur de la Península de Paria. Así, adquirieron la franja costera por 550 dólares, puesto que el costo entero de la hacienda hubiese sido de 4.000. Simultáneamente, la Compañía Venezolana de Tránsito de Stollmeyer (quien llegaría a Trinidad a finales de 1845) invertía 1.500 libras esterlinas en bonos venezolanos como muestra de confianza y solvencia, pues esperaba lograr un préstamo del Gobierno venezolano por 10.000 libras en sumas graduales para poder traer a 5.000 inmigrantes de la Sociedad.

Aunque la Sociedad se organizó para el viaje de cien pioneros, solo setenta y tres candidatos (en su mayoría de Londres) aplicaron -diecinueve que ya habían partido a Venezuela-. Las dificultades comenzaron a surgir: La Sociedad le ordenó a Etzler detener cualquier negociación por un sitio permanente en Valencia por falta de fondos, pero Etzler informó que ya había adquirido una hacienda para sí mismo en Valencia. El 3 de diciembre, el primer grupo de treinta y un pioneros de la Sociedad desembarcaron en Puerto España con la ilusión de asentar la utopía tropical.

Pero Carr, quien los recibió, les informó que las residencias aún no habían sido concluidas y que tendrían que pagar por sus propias viviendas hasta nuevo aviso. La Sociedad empezaba a tambalearse: Aunque apenas 92 miembros se habían candidateado, se anunció que la rama principal sería reubicada en Venezuela, haciendo que los 123 miembros que ya se habían establecido allí controlaran las decisiones de los 5.000 que habían en Inglaterra. En enero de 1846, The Morning Star reportaba que Carr y Talor habían contratado a tres campesinos criollos para limpiar seis acres de vegetación para preparar la construcción de viviendas en Güinimita.

Stollmeyer parecía ser el ancla de Güinimita: Había solventado las tensiones entre Carr y los pioneros y había construido un modelo del barco auto-operativo de Etzler con madera de balsa y bambú, aunque este no tenía el sistema vanguardista de vela diseñado por el alemán. Pero, el 20 de enero, Stollmeyer mandaba una carta lúgubre a The Morning Star: Dos miembros de la comuna habían fallecido mientras varios trabajadores estaban sufriendo un brote de malaria. Pero, optimista como insensato, Stollmeyer atribuía la enfermedad a “imprudencia individual o colectiva”. El señor Tucker, un voluntario que moriría por malaria, había informado alegremente en una carta que los veranos ingleses eran más opresivos que los venezolanos pero que el trópico provocaba una tendencia natural a la indolencia: Los pioneros habían empezado trabajar en Güinimita seis semanas después de llegar a Trinidad.

Para mayo de 1846, la Sociedad en Inglaterra se encontraba profundamente dividida: La falta de adaptación y el desastre logístico de los primeros pioneros habían sembrado la desesperanza, el ambiente interno se había vuelto agrio, el satélite no parecía hacerse realidad, algunos miembros apostaban por una nueva oleada migratoria que aprendiese la lección de la primera y las luchas internas entre las diferentes ramas y propuestas amenazaban con desmoronar la Sociedad. Algunos miembros, como demostraba The Morning Star, parecían rendirse con el trópico y proponían emigrar a Texas, el Cabo de Buena Esperanza o Canadá. El periódico, por su parte, defendía la superioridad de Venezuela sobre los “americanos vendedores de hombres, amantes de la esclavitud, odiosos de la piel oscura”. Otro miembro respondía que establecerse en los estados esclavistas de EE.UU. no sería muy diferente que establecerse “entre una raza celosa, ignorante y fanática de católicos romanos, como sospecho fuertemente que lo son la mayoría de los venezolanos, hablando un idioma desconocido para nosotros”. Además, como demostraba la carta de un miembro al editor, otros consideraban que la Sociedad debía reubicarse en un país de clima templado, similar a Inglaterra. El proyecto de las barcas auto-operativas también se venía abajo: Para varios miembros, como explicaba un escritor de The Morning Star, tal proyecto realmente buscaba enriquecer a Etzler por medio de emprendedores capitalistas más que servir al propósito de hacer una utopía para la clase obrera.

La utopía parecía condenada: En mayo, los doscientos pioneros a bordo del barco Cóndor decidieron cambiar de rumbo y dirigirse a los Estados Unidos, tras enterarse que Etzler estaba en Trinidad y que la colonia no se había establecido plenamente. Así, la mayoría partió a Nueva Orleans y un pequeño grupo decidió quedarse entre Valencia y Paria: Pero no habían más fondos ni residencias completadas. La Sociedad, por su parte, comenzaba a reorientarse hacia Estados Unidos.

Muerte en el trópico

De la tanda de 41 pioneros que habían partido de Inglaterra en abril de 1846 con destino a Paria, motivados por el deseo de preparar a Güinimita para los doscientos emigrantes que terminarían cambiando su decisión, sólo uno se había quedado con Carr en la hacienda cumanesa. Quince habían fallecido, otros nunca habían abandonado Puerto España y otros habían escapado hacia Trinidad, huyendo de una utopía que se deshacía en desastre y malaria.  Por su parte, Etzler seguía vendiendo su idea en Trinidad, con la intención de restablecer la comunidad allí o en las riveras del río Esequibo: La Sociedad le había mandado tan solo 1.000 libras esterlinas, una cantidad insuficiente para comprar la suficiente cantidad de terrenos en Valencia y para transportar a todos los miembros en Paria y Trinidad hasta Puerto Cabello, de donde tendrían que montar una mula por tres días hasta llegar a la capital de Carabobo.

Pero Etzler ya se había ganado la desconfianza y el desprecio de los directores de Londres, llevándolo a renunciar a su cargo en la Sociedad y a ofrecer pagar los pasajes para los miembros más pobres quienes se establecerían en su finca valenciana donde les proveería ropa, comida y casa por seis meses, además de enseñarles a construir viviendas para sí mismos por tan solo un dólar por familia y a manejar el satélite -a base de vapor- para limpiar bosques, secar pantanos y hacer sembradíos. El precio: Tendrían que ser los trabajadores no abonados (indentured servants) de Etzler por tres meses; esclavos temporales. Aunque distanciado de Londres, Etzler siguió pidiendo fondos a las ramas de Bradford y Bingley para crear una sociedad comunal en Valencia.

Mientras la Sociedad se canibalizaba, y el satélite se revelaba como fantasía, el Gobierno venezolano respondió a la petición de 10 mil libras esterlinas de la Sociedad Venezolana de Tránsito en Londres: Negada, pues -decía Francisco Cobos Fuertes, Secretario de Estado en el Despacho del Interior y Justicia- el presidente Soublette consideraba que en la descripción de la “fertilidad y ventajas” del terreno que hacían los seguidores de Etzler había “algo de exageración e incorrección”. Stollmeyer renunciaría a su cargo de Secretario en la Compañía.

En Inglaterra, crecía el movimiento en la Sociedad (que prácticamente se había separado en dos) para remover la palabra “Venezuela” de todas sus leyes, librándolos de los planes originales del alemán: Pero algunas ramas, como la de Newscastle upon Tyne seguían defendiéndolo. Aun así, en una carta enviada a uno de sus amigos de Londres, Etzler culpaba a otros directos de la Sociedad del desastre en Paria y hablaba de sus planes de lograr “cosas gloriosas” en Estados Unidos pues “esa sociedad encadenó y pudrió el plan más simple alguna vez concebido por el bien de la humanidad”. La letra revelaba otro detalle: Jamás había adquirido la hacienda en las riveras del Río Guataparo (hoy convertido en embalse) -cerca de Valencia– porque el Gobierno venezolano le había retirado la oferta de prestarle 8.600 dólares (la mitad del precio). Por ello había partido a Trinidad: Esperando conseguir tierras gratuitas en Trinidad, parte del Imperio Británico.

“Tras leer los textos y mapas de Agustín Codazzi, Etzler decidiría establecer el sitio permanente en el piedemonte barinés, donde Andes y Llanos se mezclaban entre ríos y selvas dispersas”.

La falta de apoyo a Etzler de la Sociedad, para hacer una comuna de 240 personas en el Río Guataparo, parece haber quebrado su espíritu. En una carta de abril 18 de 1846, en la que rompía relaciones con la Sociedad, escribió: “En la confidencia de su integridad -arriesgué todo- sacrifiqué todo lo que honestamente podía sacrificar (…) soy un sufrido por mi confianza y esperanzas puestas en su mayoría. Ahora están en libertad de usarme o abusarme”. Después, y tras su fracaso en conseguir alguna propuesta en Trinidad, Etzler partiría a Filadelfia. Debido al desconocimiento de su vida posterior, las versiones e hipótesis abundan: O pereció en el mar, se estableció en la casa de Filadelfia de su agente y amigo S.S. Rex o quizás regresó a Alemania ante el auge del intelectualismo nacionalista-liberal de aquellos años que terminaría en el estrepitoso fracaso de la revolución de 1848.

Desde Trinidad, Stollmeyer siguió promoviendo la idea de poblar Güinimita: Una investigación comisionada por Sir Henry Macleod, gobernador de Trinidad, lo acusaría por persuadir a inmigrantes para trabajar en condiciones insalubres y sin recursos adecuados. La hacienda en Paria no daba resultados y las deudas se estaban acumulando: Los sobrevivientes pidieron fondos a la Sociedad en Inglaterra. No hubo respuestas.

En agosto de 1846, la banda disidente de la Sociedad se convirtió en la United States Emigration Society. Las discusiones seguían en Inglaterra donde para algunos Etzler, como mostraban los debates escritos de The Morning Star, se había convertido en un “impudente charlatán”. Aun así, quienes todavía apostaban por la utopía venezolana decidieron adquirir la hacienda La Unión en Chaguaramas, estado Guárico: Allí se establecerían nueve pioneros. El resto de los pioneros (sesenta y cinco) se mantuvo en la hacienda base en Trinidad.

La Unión fue la mordida final de las calamidades del trópico, cuyas promesas utópicas se habían deshecho en lunas de malaria y bestiales griteríos de una selva viva y macabra: Protegidos por tan solo un lienzo que convirtieron en carpa, los nueves pioneros en La Unión se empaparon ante la lluvia llanera por varios días: La siguió la fiebre y los escalofríos. Aunque sus compañeros estuviesen en la comodidad de la hacienda Erthig en Trinidad, no se quejaron: Se veían a sí mismos como un sacrificio necesario, un acto esperanzador, para salvar sus sueños. En diciembre de 1846 uno de los pioneros moriría por la exposición al feroz aguacero tórrido. Se desbordaron los ríos y la improvisada choza que habían construido sucumbió ante las inundaciones, que también cobraron la vida de uno de los pioneros. Desesperanzados y exhaustos, golpeados por el inclemente torrente tropical y sufriendo de fiebre y disentería, los miembros restantes regresaron a Trinidad. The Morning Star publicaría su última edición en enero de 1847. El experimento del trópico había concluido en un estruendoso fracaso.

La ingeniería social y los modelos sociales comunitarios, emprendimientos que Venezuela intentaría más de un siglo después, habían culminado en una catástrofe. Stollmeyer, quizás haciendo otro de los presagios que definirían el experimento, casi se hizo padre de la industria petrolera caribeña. En el sur de Trinidad, en 1850, se convirtió en el gerente de un depósito de asfalto donde descubriría un método para destilar el hidrocarburo pesado en un aceite liviano que podría generar calor y servir de combustible: Era un reemplazo viable, a diferencia del olvidado satélite, de aquella labor humana inmoral que era la esclavitud y que lo había convertido en un abolicionista en los Estados Unidos. Pero, como explica David McDermott Hughes en el libro “Energy Without Conscience: Oil, Climate Change and Complicity”, su visión había cambiado: Ver a los negros libres de Trinidad, a quienes consideraba flojos y entregados al ocio, lo convirtieron en un racista. Stollmeyer decidió entonces vender su producto como aceite de iluminación. No había espacio para idealismos y utopías. Era el veredicto final del trópico mortal.

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