Lo conozco de cuando ambos éramos adolescentes. Era un muchacho bello, de sonrisa amplia y una palabra agradable siempre a flor de labios. Si tuviera que definirlo con un adjetivo, diría que es “luminoso”. Poco podía imaginar yo todo el calvario que llevaba por dentro. De la educación ignaciana rescata el valor de la excelencia. De la Banda de Guerra, la admiración por quienes aún con poder, no dejaron de ser humanos. Salir del clóset le costó: Fue un largo y doloroso camino que lo llevó a encontrarse consigo mismo y ser feliz. Me conmovieron sus respuestas honestas, directas y precisas. No esperaba menos.
Perdió casi totalmente la visión debido a una enfermedad congénita, pero no ha sido obstáculo para vivir a plenitud. Tiene una obra teatral basada en un libro que escribió, “Mariconerías mías”, que es Teatro Físico Aéreo en su máxima expresión, donde canta y reflexiona mientras se desliza entre largas tiras de telas de colores.
Con enorme gusto, mucha admiración y, sobre todo, con gran cariño, les presento a mi amigo Diego López Bruzual.
-¿Qué valores rescatar de tu educación ignaciana?
-Estar en el Colegio San Ignacio era la posibilidad de pertenecer a una elite de liderazgo. Desde el primer día, a los cinco años de edad, el Colegio San Ignacio fue una fuente de intimidación y atracción para mí. Nunca había visto tantos varones juntos y eso me emocionaba mucho, pero nunca me había sentido tan ‘cucaracha en baile de gallina’. La inmensidad del colegio, con 46 alumnos por aula y cinco secciones con igual cantidad de proyectos de hombres, para un niño como yo, era apabullante. Y cuando yo más o menos comenzaba a salir del anonimato, cada tantos años, me mezclaban otra vez para que comenzara otra vez de cero siendo nadie. Era sólo uno de los estudiantes que sacaba mejores notas, pero eso no era suficiente para ser alguien. El sueño de llegar a ser alguien allí en ese lugar, de ser cool y de tener amigos siempre me acompañó… Esa necesidad de ser alguien es el principal valor que me inculcaron en el Colegio San Ignacio de Loyola. El colegio de “Alí Rájame el Coco”, donde para celebrar el orgullo ignaciano los mayores de quinto año, enmascarados, perseguían, les caían a correazos y sembraban el terror en los menores. El colegio donde no se enseñaba a aceptar las diferencias, la sensibilidad, el amor por el arte a los silenciosos. El colegio donde se glorificaba al más fuerte, al que se impone, al que tuviese influencia -buena o mala- al mejor deportista, al líder. Y ahora, muchos años después, sigo en la aventura de ser quien siempre quise ser, y me impacta el líder de verdad, el que no se amolda a nadie y tiene altos valores humanos, pero también me inspira el silencioso, el Asperger y le doy valor al que aún no es nadie y se angustia por ello, porque nadie le ha dado valor a quién es. La peculiaridad de algunas personas me impacta, aunque no pertenezcan a ninguna cofradía ni club de aduladores. Y lo que todavía llevo del colegio es el culto al hermoso cuerpo de Jesús, al cuerpo de los mejores deportistas… y a la amistad que ahora, a diferencia de aquellos tiempos, la veo de cerca. Hoy, a mis 63 años, reconozco públicamente que el valor por la excelencia es el más alto valor que llevo con orgullo desde el colegio. Encontrarme con muchas personas que antes fueron distantes compañeros del colegio, hoy me inspira mucho cariño y hasta emoción. Porque son parte de mi vida y hoy puedo mirarlos de frente y agradecido de haber vivido lo vivido para ser quien hoy soy. Y, además, gracias a cada uno de esos encuentros me doy cuenta de que yo, aun viviendo en una burbuja, era un líder y no lo sabía.
-Perteneciste a la Banda de Guerra del Colegio… ¿Cuál fue la enseñanza de esa experiencia?
-En el San Ignacio había muchos grupos que abrían caminos diferentes para llegar a ser alguien y sembrar valores de excelencia. Probé ser cruzado y del Centro Excursionista Loyola, pero la que me llenó de orgullo fue la Banda de Guerra del Colegio. Allí tuve la ilusión de ser alguien, la ilusión de tener amigos y hasta me enamoré en silencio de un ser especial. Allí me entrené casi como un militar, me sacrifiqué horas bajo el sol por honor, desafié el miedo al ser atacados por unos “guerrilleros” quienes luego se supo que eran otros estudiantes que atacaban de noche el campamento del que yo huía despavorido, pero excitado por el desafío. Allí encontré también el sometimiento, el orgullo del poder y, nuevamente, la dura realidad de nunca merecer un ascenso, porque en verdad no llegué a ser nadie. Cada acto de ascenso me comía la cara porque nunca me daban ni medio grado. Una vez, en un desfile, me dieron una gran responsabilidad: Debía llevar la bandera que encabezaba el desfile para que la ondeara al ritmo de la música militar. El Estadio estaba lleno y yo me sentía muy importante. Hasta que, pasando debajo de un árbol, la bandera quedó atrapada por las ramas y hubo que parar el desfile mientras la desenrollaban. Y allí, frente a todo el mundo, me quitaron la bandera de forma muy humillante y me pusieron a hacer planchas, dándome una lección pública para que aprendiera. Después de eso perdí toda esperanza de llegar a ser alguien allí, y me di de baja. Sin embargo, de la Banda de Guerra rescato mi admiración por los que llegaron a ser alguien y por algunos jefes muy humanos que siempre estarán en mi corazón como personas que, para ser poderosos, no tuvieron que dejar de ser humanos. Yo creo que si todos los descubrimientos sobre el Asperger (creo que he tenido muchos rasgos de esta tipología) se hubiesen hecho antes, se hubiese entendido más fácilmente la dificultad de ser alguien en esos tiempos, sumado a la torpeza generada por una enfermedad degenerativa en mi vista, que aún no había sido diagnosticada… y a el miedo a que se dieran cuenta de mi enorme atracción por los hombres.
-Ser homosexual en Venezuela -aún hoy- no es cosa fácil. Cuéntame cómo “saliste del closet”.
-Me costó mucho salir del closet, porque el primero que no me aceptaba era yo mismo. A los 12 años le pedí ayuda a mi padre, y dos años después comencé tratamiento psicoanalítico, cuatro veces a la semana, para poder superar un estado “borderline” (asumo que erróneamente diagnosticado) que me hacía creer que a mí me gustaban los hombres. Había una clara confusión de la fantasía con la realidad, según el psiquiatra que me trató de curar de esa supuesta enfermedad… Supuestamente estaba al borde de la esquizofrenia y era necesario por muchos años un psicoanálisis muy intensivo y condicionado a que nunca tuviera nada con una persona de sexo masculino, porque entonces mi “enfermedad” sería irreversible… Siete años después me dieron de alta porque tenía una novia y una amante, a pesar de que todos mis sueños eran con hombres. El psiquiatra interpretaba esos sueños como un intento inconsciente de echar a perder el éxito del tratamiento. Hago aquí un homenaje al brillante psicoterapeuta, el Dr. Fernando Rísquez, quien cuando yo recién cumplí 18 años me preguntó que hasta cuándo yo iba a estar en esa vaina de psicoanálisis. Yo le contesté, convencido de que estaría allí hasta que me curara de mi enfermedad, de que me gustaban demasiado los hombres. Él, con su forma directa y poderosa de hablar, me dijo: “¿Sabes una forma de curarte?… La próxima vez que estés frente a un tipo que te guste, dale un beso en la boca y estoy seguro de que te curas”. Mi psiquiatra se indignó y consideró una intervención poco ética de su colega, pero en medio de todo ese lavado de cerebro, esa puerta quedo allí, y en un viaje me fui solo a Provincetown, el pueblo más hermosamente gay del mundo, la abrí para siempre. Tenía 21 años. Por los alrededores de 1989, trabajaba en publicidad y el vicepresidente creativo de la agencia entró a mi oficina contento de dar la noticia de que “había botado al último maricón de la agencia”. Algunos años después -y con anuencia de los dueños de otra agencia-, se hizo una campaña de bullying anónima en mi contra, con fotos alteradas donde yo aparecía en actos con otros hombres. Recuerdo que entré en una gran depresión y tenía que tomar Prozac para asistir al trabajo, pero afortunadamente ya era budista y mi práctica me dio el coraje para decirles que en muy poco tiempo me ganaría el respeto de ellos. Duré en esa agencia 8 años más. Ser budista me ayudó mucho a ser quien quería ser. Una vez tuve que ir al consultorio de mi padre por una hepatitis A que no se mejoraba. Él me dijo que en vez de decirle a todo el mundo que yo era homosexual, comenzara a actuar como un homosexual. Es decir, que si iba por la calle y me gustaba alguien que me acercara y se lo dijera. Que lo más que me podía pasar era que me diera un coñazo. Pero que, si no lo hacía, me iba a enfermar y a morir como un pendejo. Y poco a poco, comencé a expresarme libre y con toda mi dignidad de persona que sabe quién es, y nadie me ha amedrentado, ni rechazado sabiendo quién soy. Lo que yo entendí es que cuando uno está en camino de ser quien quiere y disfruta ser, los demás también quieren y disfrutan de uno. A veces los más cerrados a aceptar las diferencias son los mismos homosexuales. Creo que la homofobia está tan presente y silenciosa como el racismo en todas partes del mundo. Que ser homosexual es ser diferente y que algunas personas de mente bastante elemental deben aprender a aceptar las diferencias. Como dice Jesús, “perdónalos porque no saben lo que hacen”. En la práctica budista de “Nam Miojo Rengue Kyo” se habla de lo que es lo importante. No si eres heterosexual o gay, sino tu condición de vida y tu evolución personal siendo quien eres. Cuando me preguntaban quién era yo, no sabía qué decir, así era, creo yo. Años después dejé de buscar mi propio yo y lo encontré. Era yo tal cual como era y siempre quise ser. Dejé de atormentarme y me amé.
-Tu libro “Mariconerías mías” ¿qué mensaje quiere transmitir?
-Mi libro no buscaba dejar ningún mensaje. Nació de un juego de escritura y gráfica, al estilo condensado que utilizaba como publicista. Buscaba comunicar mucho en pocas palabras. Yo venía de ser una persona de mente que con muchos años de terapia psicocorporaly física Jungiana, había aprendido a fluir más desde mis emociones y desde trances casi oníricos. A veces sentía que era un canal de ideas, más que un escritor. Aún hoy me cuesta reconocer todo el libro como mío. Yo sólo me conecté con la pureza de un niño que descubrí en mí, y la franqueza de un adolescente o un adulto que se enamora y vive inspirado en el amor. Escribí sobre mí, de mi encuentro conmigo, de mi artista autista, de los príncipes y superhéroes con los que soñaba, con Jesucristo como amor platónico y Judas como un enamorado, de la evolución de la especie, predicciones del desastre que se avecinaba en el país cuando nadie lo sabía, de la mortandad, la miseria y la salida espiritual. La segunda parte del libro habla del amor como escuela, el amor como el conejillo de “Alicia en el país de las maravillas” que te conduce por espejos y por mundos a los cuales solo no tienes acceso, y al amor mismo como máxima gratificación del Amor. Sin embargo, mi obra “Mariconerías mías” en mi trabajo de Teatro Físico Aéreo, sí habla del proceso de castración del gay para luego surgir como el Ave Fénix cuando se atreve a salir del closet, en su búsqueda incesante del amor.
-Perdiste gran parte de tu visión, sin embargo, eso no te ha amilanado. Ahora tienes un “performance” increíble, donde te deslizas entre tiras de tela haciendo reflexiones. Háblame de esa fuerza interna que te guía.
-Soy una persona de movimiento. Me costó mucho salir de mi rigidez y acostumbrarme a mi visión limitada a un túnel de un solo ojo de cuatro grados. Comencé a hacer teatro a los 18 años, pensando que podía ayudarme a salir de la burbuja en la cual estaba atrapado. Pero además de la tensión de mi vida y las dificultades para comunicarme, estaba perdiendo la vista y me costaba caminar sin ver el piso. Pero tanto en el amor como en el arte, o en el amor al arte, siempre he seguido preparándome para el momento del encuentro. Desde que vi a Lyndsay Kent, Eugenio Barba, KazuoŌno y Tadeusz Kantor, todos hacedores de teatro físico, tuve claro que mi meta era a través del movimiento y no del hiperrealismo teatral Stanislavskijiano, que no necesitaba expresarme. Nunca dejé de estudiar, con todas mis limitaciones y torpezas, el movimiento a través de la danza y el ballet. Mi práctica budista siempre me dio la fuerza y la sabiduría para seguir y consolidar mis anhelos. Después de tres años de terapia psicocorporal, quise estudiar para ser terapeuta. Gracias a que me enamoré a primera vista de un gran actor físico, volví de nuevo a estudiar técnicas de actuación, canto y me he preparado para ser artista múltiple. Cuando descubrí la tela, entendí que esta me guiaría en escena. Y de una canción que se me pegó y no podía dejar de cantar, surgió mi trabajo de Teatro Físico Aéreo, “No me quitte pas” (Ne me quitte pas) así como de mi libro “Mariconerías mías”, nace la otra obra que hago, “Mar.y.conerías.mías”. Son dos necesidades que se hacen obra, la primera a partir de la angustia de si hay que irse o quedarse en el país, como un homenaje a los luchadores solitarios; y la segunda para contar la historia de alguien que se hizo macho y machista para ser aceptado y que, como dije antes, renace como el Ave Fénix al salir del closet. Yo recomiendo que vean la primera en la plataforma del Teatro Trasnocho.
-¿Qué significa Venezuela para Diego López Bruzual?
-Mi país… Nunca he pensado que vivo en el mejor del mundo. Muchas veces pienso en cómo hubiera sido mi vida si hubiera nacido en otro lugar. Nacer en Buenos Aires, ciudad que adoro. Nacer en Madrid, el primer mundo. Nacer en un lugar dónde ser gay hubiera podido ser más fácil que aquí en Venezuela. ¿Pero saben qué? Aquí me tocó evolucionar con la familia que tuve, en el país que tuve, en el colegio donde estudié, en la universidad dónde seguí. Con la enfermedad en la vista que tengo y siendo homosexual.
A mis 63 años, cuando salgo del país, siento que afuera no soy nadie, porque yo soy lo que hago y afuera no lo puedo hacer. Yo soy el servicio que presto mediante mi trabajo. Afuera, una vez fui a un estudio de Pilates en San Francisco, donde me hicieron firmar un papel que los exoneraba, porque ellos no se responsabilizaban por los riesgos que implicaba tomar clases allí una persona de mi condición. He pasado anónimo en algunas ciudades y no es que necesito ser reconocido. No, no viene por ahí. Necesito ser alguien en lo que hago y aquí es donde me ha tocado fluir con algo que me gusta. Que estamos rodeados de miseria. Hay que entenderlo y tenerlo claro. Yo no hablo de pobreza, hablo de miseria humana, la que nos ha conducido a donde estamos. El facilismo, el buscar siempre entre todos los caminos el más fácil. Leyendo esta entrevista ustedes se darán cuenta de que mi camino no fue fácil, pero los hay peores. Lo que sí he tenido es fe en ser feliz y donde soy feliz es aquí, donde me siento querido por lo que voy siendo. No digo por lo que soy, porque no soy el mismo todos los días. Los vínculos que se establecen aquí: Uno se encuentra con personas que no ha visto en 20, 30, 40 años, me reencuentro con gente que estudió conmigo en el colegio y hay vínculos y hay emoción y eso me llena. Pero estamos rodeados de miseria. Estamos aquí para descubrir la frase de budismo “si el tronco está torcido, la sombra está torcida”. El tronco eres tú y tu condición de vida y la sombra es el entorno. El país es una abstracción. Para el entorno, que ojalá sea cada vez más grande, para el entorno hago mis obras de teatro, con la ilusión de propagar -no como una religión- sino ese sentimiento de que uno puede celebrar la vida dentro y con sus limitaciones. De que a uno no lo para nadie, si uno no se detiene. A mí a los veinte años me dijeron que tenía que dejar mi carrera en la universidad, porque un ciego no podía estudiar Arquitectura. Y hoy en día me monto en un teatro a 8 metros de altura, en este país. Cuando uno se abre como una flor, el país se abre como una flor. No crean que soy de los que llena una sala, porque no la lleno, me encantaría, porque disfruto mucho compartir quien voy siendo. Escribí mi libro. Eso lo logré en este país. Pero la flor se puede cerrar en cualquier momento. Por eso tenemos que tener una vida espiritual para poder vivir en este país. No entiendo cómo alguien sin vida espiritual puede vivir en este país. No entiendo cómo alguien puramente materialista, pendiente de lograr cosas, puede vivir en este país. Porque si solo vemos en la vida desde el punto de vista material, este país no existe, no hay para dónde agarrar. Como digo en mi obra, calidad de vida, papel toilette de todos los colores, búsquenlo en otro lado, aquí no lo hay. Seamos como imanes. Mi imán, que voy desarrollando, atrae otros imanes… no son muchos, pero ése es mi país. ¿Existe mi país, si vamos a hablar de mi país y vemos lo que hay en la noticia? Mi país se destruyó, pero existo yo y existe lo que se va generando alrededor, existen los demás. Los imanes los encuentro en la cultura. Voy al teatro y me lleno. Voy a la calle y me lleno. En la cuarentena me lleno. Y quiero un cambio, pero un cambio donde entendamos que, en un país que no existe, se puede generar una condición donde uno puede ser feliz. Dirán que soy un privilegiado. He podido ser un miserable, si no lo hubiera trabajado. Lo trabajé con voluntad, lo trabajé con fe y buscando apoyos espirituales lo encontré. Y agradezco haberme desarrollado en este país. Gracias, gracias por esta entrevista que me dio la oportunidad de hablar a un país que existe o no existe, depende de dónde estemos. Quiero cambio y ojalá todos podamos cambiar. Salir de la miseria, material y humana. Desarrollemos el ángel. Este país tiene un potencial de ángel maravilloso. El potencial humano de brillo en los ojos, pero también hay mucha miseria en muchos ojos. Ayuden a quien lo merece. A quien tiene una mirada de luz, se lo merece. Ésa es la meritocracia, lo que guarda en esa mirada de luz. Uno lo ve en los ojos, en la voz, en la actitud. De eso, hay aquí. Y El Ávila, El Ávila. No hablo de la Gran Sabana porque me queda muy lejos y sale más barato ir a Europa. Tampoco hablo de Los Roques, porque es lo mismo. Hablo de El Ávila, aquí en Caracas. Abarcando todo este caos, y ordenándolo, porque nos conecta con otra dimensión. Cuando ves El Ávila y lo que está abajo, que puede ser tan caótico, no tiene tanto peso.