“Yo soy inteligentísima y he leído muchos libros”, solía decir Berenice Gómez a quienes se atrevían a cuestionar su aspecto o su estilo. Y era verdad. Era sumamente inteligente y culta. Tenía, de hecho, la impaciencia propia de la curiosidad intelectual, que se ve exasperada cuando alguien da vueltas y se alarga en una exposición sin completar una idea o adelantar un dato. Y, como tenía la franqueza por bandera, no se inhibía para manifestar su aburrimiento cuando alguien se entregaba a disquisiciones vacuas. Mucho más, si el latoso era quien daba una rueda de prensa.
En abril de 2002, poco después de los hechos que sacaron a Chávez del poder por unas horas, quise escribir una nota que incluyera una declaración del general Lucas Rincón Romero, quien por esos meses era ministro de la Defensa. Como no era mi fuente ni yo tenía acceso al de La Cañada de Urdaneta, le pedí a Berenice, que entonces trabajaba en Últimas Noticias, que me echara una mano. Y dado que estaba pautada una conferencia de prensa de Rincón, ella hizo la diligencia para que me incluyeran en la lista de periodistas con acceso a la sede del Ministerio de la Defensa, donde tendría lugar el evento.
Fuimos juntas. Berenice no es que estuviera en el club de fans de “Lucas”, como ella decía. Muy por el contrario, me temo. Digamos que no le atribuía la inteligencia y cultura que se reconocía a sí misma. Muy por el contrario, le parecía un auténtico imbécil. Muy vivito, eso sí, para sacar ventaja de cualquier situación.
En aquellos días, el nombre de Lucas Rincón sonaba en cada esquina. En la madrugada del 12 de abril 2002, compareció ante el país por televisión y, a nombre del Alto Mando Militar, dijo que le habían solicitado la renuncia a Chávez, “la cual aceptó”. Y agregó que los integrantes del Alto Mando ponían sus cargos a la orden de las nuevas autoridades. La petición de renuncia y su aceptación configuraban un vacío de poder.
En enero de 2003, cuando ya estaba en situación de retiro ni más ni menos que como General en Jefe, fue nombrado ministro del Interior y de Justicia. Y en mayo de 2006 fue designado embajador en Portugal, cargo que todavía desempeña. Berenice se quedó corta en su apreciación de Rincón, quien ha aprovechado todas las ventajas de la revolución chavista, sin padecer ninguno de sus horrores, como sí le tocó a la célebre periodista, quien no solo tuvo que marchar al exilio, obligada por la persecución y por el cierre de las fuentes de trabajo (a ella, que fue una trabajadora incansable), sino que en el exilio tuvo que enfrentar la precariedad económica y una enfermedad que demandaba ingentes recursos de los que Berenice carecía.
En febrero del año pasado, más o menos por los días en que Berenice pedía colaboraciones en las redes sociales para sufragar los gastos médicos, el diputado de la Asamblea Nacional (AN), Carlos Paparoni, denunciaba a Lucas Rincón por el intento fallido de hacer transacciones financieras desde el Novo Banco de Portugal hacia el Banco República y Banco Bandes, en Uruguay, ¡por casi 1.200 millones de dólares!
Aquel día de finales de abril de 2002, llegamos juntas al Ministerio de la Defensa y compartimos un café, mientras Berenice me explicaba su impresión de los hechos, armada con la gran cantidad de referencias del ámbito militar que manejaba. Nadie tenía demasiadas expectativas con aquella rueda de prensa. No olvidar que Lucas Rincón pasó a la historia de Venezuela, además de por sus tejemanejes con la millonada que quiso escamotearle a la Nación, desde su puesto en Lisboa, por dos frases: 1) “Se le pidió la renuncia, la cual aceptó”; y 2) “Después de la declaración con el Alto Mando, me fui a dormir”.
En fin, nadie esperaba que tuviera el pico de plata de Jóvito Villalba, pero era el ministro de la Defensa de un gobierno militarista que acababa de incurrir en un vacío de poder, como él mismo había anunciado. Algo tenía que decir en aquella ocasión.
Nos hicieron pasar a un auditorio. Los periodistas ocupábamos unas dos filas de butacas y el ministro estaba en el escenario. ¿Por qué hizo una performance teatral en vez de reunirse con la prensa en una situación, digamos, de horizontalidad?, pues, no lo sé. Querría comunicar autoridad, ponerse por encima de la opinión pública, forzarnos a mirarlo desde una altura… Berenice y yo nos sentamos juntas, en la primera fila. Había otros oficiales en el escenario, en cuyo centro habían puesto un micrófono para el general Lucas Rincón, quien, además, estaba iluminado con tal potencia que el uniforme beige que llevaba relucía, casi blanco. No tengo fotos de esa ocasión, pero en mi memoria quedó esa imagen con un uniforme muy claro.
El general empezó a hablar. Berenice, vestida como acostumbraba en aquel tiempo, con un pantalón de lycra, zapatos de goma y un blusón que le llegaba a las rodillas, se abanicaba con la libreta de reportera. Lucas Rincón hablaba y ella tamborileaba con el bolígrafo en la tapa del cuadernillo. Lucas Rincón daba rodeos, se extendía acerca de nada con un tono monocorde. Yo observaba el peinado del general, una obra mucho más cuidadosa que su léxico. Berenice bufaba. Lucas Rincón seguía en su cháchara sin cambiar de expresión facial, sin hacer énfasis, sin decir nada, pues. Hasta que Berenice no pudo más.
-Mira, Lucas -le espetó-. Nosotros vinimos aquí a buscar noticias. Y mira -le señalaba la libreta, que hizo barajar para evidenciar que no había allí ni un solo apunte-: No he escrito nada. No has dicho nada.
El auditorio se electrizó. Berenice se erguía, parada en las puntas de los pies, neumática en sus zapatos de goma. Recuerdo su túnica amarilla, vaporosa, flotando levemente a mi lado. Los oficiales que escoltaban al general se quedaron impávidos. Entre los periodistas hubo risitas. Se ve que los de la fuente estaban acostumbrados a uno y otro temperamento.
-Nosotros tenemos que regresar al periódico a escribir -volvió Berenice al galope-. Y qué vamos a escribir… Danos una noticia, pana, porque con este montón de paja no vamos pa’ ninguna parte.
No era, ni de lejos, la primera o la única vez que Berenice Gómez bajaba a los encumbrados del pedestal. Al conocerse la lamentable muerte de la reportera, ocurrida en Bogotá, el domingo 27 de septiembre, su hermano Raúl contó que presenció la vez que Berenice confrontó a Lina Ron en una tasca de Sabana Grande, donde él había invitado a su hermana, en 2008, cuando vino a Venezuela tras siete años de residencia en Estados Unidos. “La bruja”, escribió Raúl Gómez, “estaba sentada en una mesa junto a dos acólitos. Vio a Berenice con sorpresa y con rabia, mirando a los lados, y mi hermana le preguntó: “¿Qué fue, Lina?, ¿estás buscando a tus hienas?, ¿vas a hacer algo? Échale bola. Aquí estoy. ¿Sabes qué? No vas a hacer nada. Sin tus malandros no eres sino una marginal fea y grosera… No tienes nada en la bola”. La reina de los malandros pidió la cuenta, y sin decir palabra, apaleada como una perra, se fue con el rabo entre las patas”.
Algo parecido cuentan las tesistas Ana Elena Azpúrua Pacheco y Daniela Kammoun Zacarias, autoras de un trabajo de grado, en la UCAB, sobre los sucesos de aquel abril de 2002. Cuando Chávez regresa al poder, se produjeron muchas situaciones confusas. En una de ellas, se dio el caso de que el entonces fiscal general de la República, Isaías Rodríguez, retuvo a unas personas, cuyas identidades no conocía del todo. Se podía entrar, pero no salir. En eso, cuentan las tesistas, entró Berenice Gómez y dijo: “¿Cómo es la vaina, Isaías, qué hacen aquí retenidas estas dos periodistas?”. Eran Marlene Rizk y Ana Díaz, que estaban trabajando y habían quedado en el grupo.
Aquel día de abril, en el Ministerio de la Defensa, tras batirle la libreta en la cara al ministro, Berenice regresó a su asiento sin dejar de mirarlo con la barbilla en alto. Empecé a meter mis cosas en el bolso, para seguirla cuando vinieran a sacarla.
-Bueno, Berenice -dijo el general con aire humilde-. Yo lamento mucho que pienses eso. Uno está aquí tratando de dirigirse a los medios de comunicación…
No recuerdo más. Era la misma modulación aburrida, el mismo aire de cantaleta, pero ahora regañado.
Nadie vino a desalojarla. Eso ocurriría años después, cuando el “legado” terminó por expulsarla de su país y enviarla a morir lejos. Que le quiten lo bailado. Podría jurar que Lucas Rincón nunca olvidó esa humillación, la más pública de cuantas habrá tenido que aguantarse.