Las luces de esta ciudad siempre me causaron fascinación. Las coloridas y brillantes vallas publicitarias anunciando marcas y espectáculos hipnotizaban a la niña que venía en sus vacaciones escolares de Maturín a Caracas.
Siempre será necesario aclarar de dónde vengo, porque, incluso antes del chavismo, Caracas era la majestad y el llamado “interior del país” ese tío envidioso, lejos de la línea de sucesión al trono.
En los ‘90, en Caracas podías toparte con la protagonista de Kassandra en el Centro Comercial Concresa, ver a Alanis Morissette, Guns N’ Roses y Metallica en el Poliedro o vivir la “Experiencia Roja Coca Cola” en La Carlota. Eso jamás ocurriría ni en Monagas, ni en Sucre, donde viví hasta los 17 años.
Caracas era la de los conciertos, las estrellas, la del buen comer, la del tráfico, la de la gente siempre agitada, donde solo se podía hacer una diligencia al día. Era la Caracas del VAO, ese canal de la Autopista Prados del Este que garantizaba unos minutos menos de incesantes toques de corneta.
Cuando, el 27 de septiembre de 2000, me instalé en esta ciudad, no temía a la delincuencia sino a la vorágine, a la velocidad. Me asustaba subirme al autobús y que el conductor no se detuviera en el punto donde debía bajarme. Era incapaz de gritar “en la parada”, mientras temblaba en el último puesto de la buseta, atestada de almas apuradas.
En Caracas siempre podía ser viernes. No importaba el poco dinero que cargaba. La lluvia de alternativas se concentraba en la extinta guía nocturna “Rumba Caracas” y yo no quería parar. Lunes de ladies night, martes de 2×1, miércoles de entrada gratis por inauguración… ¡Oh, por Dios! ¡Pero yo vine a Caracas a estudiar! No importa, para todo habrá tiempo.
No te arrepentirás de bailar Jamiroquai con la élite en Pal’s, amanecer en la Belle Époque con el amigo que te presentó la marihuana o ver al vocalista de Caramelos de Cianuro empotrarle la lengua a una flaca en una pared de La Mosca, mientras tomabas un Tequila Sunrise. Tras la faena, el circuito de areperas y de puestos de perros calientes en Las Mercedes ya tenían filas. En Caracas siempre hubo colas. No las de hoy. Aquellas -al menos las que yo viví- eran colas del placer, de la vanguardia, de lo prohibido, del estar siempre al límite.
Esa era mi Caracas: A todo volumen, maquillada, malcriada y a la defensiva. ¿Pero qué queda en pie de esos recuerdos? Poco o nada. Algunos espacios de esta ciudad aún me reconectan con la nostalgia. No son los íconos clásicos de la urbe, no son especiales, no brillan; pero me regresan a aquel tiempo en que, con casi nada en los bolsillos, siempre había fiesta.
El kiosco de El Cafetal
Por el año 2002, vivía en el bulevar El Cafetal, con calle Santa Ana, justo al lado de la bomba BP y del kiosco, para más señas. Bastaba con dar esa referencia para escuchar cualquier cantidad de leyenda sobre lo que allí se vendía. La hilera de carros frente al kiosco bloqueaba la entrada al estacionamiento de mi edificio. No sé qué tanto compraban. Quizás caramelos Halls para disfrazar el olor a cigarro o, tal vez, buscaban aquello que siempre se dijo era su producto estrella, pero de lo cual no puedo dar fe. El kiosco “Building” sigue allí. Ya no tiene la pila de periódicos de 6 cuerpos, revistas y pasatiempos que ojeaba mientras esperaba el autobús rumbo a la estación del Metro El Silencio. La prensa se ha esfumado y ese espacio apenas lo ocupan tres ejemplares de Últimas Noticias y dos de La Voz. Los autos no dejan de congestionar la calle donde viví, ahora no para comprar en el famoso kiosco, sino para esperar por gasolina.
Real Past
Nunca me gustó su comida, pero de universitaria, era inevitable que mi grupo decidiera almorzar ahí. Era el lugar ajustado al devaluado presupuesto estudiantil. En la década de 2000, por un pasticho, un refresco y el famoso pan pagabas 2.500 bolívares. Para entonces, un combo económico de la desaparecida cadena American Deli costaba 1.850 bolívares. Real Past sobrevive al chavismo y a la pandemia. No es poca cosa. Ese mismo pasticho se ofrece por 4 dólares con entrega a domicilio. Los manteles a cuadros rojos y blancos siguen intactos, como si el tiempo no hubiera corrido.
El cafetín de la UCAB
Lo llamábamos el “grasetín”, un comedor cuyo olor a aceite reusado se sentía a pocos metros de su entrada. No iba precisamente a comer. Creo que nada era bueno allí, pero era el lugar de encuentro con amigos que estudiaban otras carreras. Durante mis primeros años en la UCAB (2000 – 2005), los celulares no enviaban mensajes de texto de una línea a otra. Es decir, solo se podía de Movilnet a Movilnet y de Telcel a Telcel (hoy Movistar). No necesitaba llamar. Sabía que al bajar al “grasetín” alguien estaría haciendo los planes de la noche. Allí nos reunimos a ver el Mundial de Fútbol Corea Japón 2002, en un televisor Toshiba, de los viejos, cuadrados y gordos. Allí gané un “Quién quiere ser millonario”, cuyo premio fueron 30 mil bolívares de los muy viejos. El “grasetín” aún sigue. Con las mismas sillas, las mismas baldosas y el mismo olor; pero hoy vacío por la cuarentena. Manuel, su encargado, continúa al pie del caldero, como desde 1981. El TV Toshiba también está en la misma pared, pero acompañado por otros cuatro pantalla plana.
Los perros calientes de “la tía”
Detrás del antiguo supermercado CADA. Parada obligada después de haber sudado entre las multitudes que colmaban la vida nocturna de aquella Caracas. En ese puesto de perros calientes, una mujer entrada en sus 50 años, a quien llamábamos “la tía”, sacaba cuentas rápidas y daba órdenes. La especialidad del carrito de latón: Perros calientes con alfalfa y queso facilistas. Ayer volví a esa esquina. Ya no está “la tía”. Le pregunté a la joven que atiende si aún tienen aquellos inolvidables perros. “¿Alfalfa?”, respondió y me miró como si estuviera pidiendo ceviche en El Junquito. Preferí no explicar. Preferí navegar en el recuerdo de las resacas curadas con esos sabores, de cuando pagar con billetes no era excentricidad y de aquellos días en que “irse demasiado” era sueño de pocos.