Desconcertado por la aparición de un cesarismo que no había existido hasta entonces, el pueblo venezolano contempló en silencio el establecimiento de la dictadura de Cipriano Castro. El terror de las décadas siguientes lo condujo a un silencio sepulcral, mientras los viejos guerreros que quedaban del siglo XIX y un puñado de estudiantes de la UCV trataban de levantarse frente al oprobio gomecista. La ruta de la transición hacia formas democráticas, llevada a cabo después de la muerte del tirano, no fue obra de las masas, sino de una élite comprometida con cambios que no se podían postergar. Las masas hacen su aparición durante el Trienio Adeco para conmover a la sociedad con su presencia, y para animar los pasos de una democracia que esperaba turno desde el comienzo del estado nacional; pero enmudecen cuando el presidente Gallegos, aclamado en la víspera y electo en forma arrolladora, es derrocado por una militarada. En la lucha contra la dictadura de Pérez Jiménez solo se jugaron el pellejo los activistas de la resistencia, una estadística reducida de valientes, mientras el pueblo los contemplaba desde una vergonzosa lejanía.
Antes, en el siglo XIX, las muchedumbres harapientas se consumieron en el campo de las guerras civiles y en el seguimiento de caudillos apenas capaces de ofrecer remiendos pasajeros de la vida, es decir, en procesos alejados de la edificación de una república como la propuesta cuando nos separamos de Colombia para ser venezolanos. Después, cuando se estableció la democracia representativa a partir de 1958, lo más destacado de la participación de la sociedad en el apuntalamiento de la democracia se limita a votar cada cinco años para fortalecer la alternabilidad en el control de los asuntos públicos. Los partidos de masas hacen que una cómoda clientela se acostumbre a la obediencia, a una deseable mansedumbre, o la manejan para alejarla de pugnas que pueden conducir a la inestabilidad. Este vistazo necesita más pausa, debe aterrizar en la pesca de evidencias que lo sostengan, debido a que pretende revisar el mito del “bravo pueblo” con el cual se han querido distinguir las obras de la sociedad. Tal revisión puede tener importancia porque no busca el derrumbe de una patraña patriotera, sino encontrarle fecha; porque quiere afirmar que solo en nuestros días, en las proezas colectivas contra la dictadura chavista, se ha materializado esa masa combativa con la cual comienza el Himno Nacional sin que se pueda saber de dónde diablos la sacaron sus autores.
Pero, como el Himno Nacional es un símbolo patrio y ese tipo de manifestaciones no está sujeto a la crítica, no está en la boca de los colegiales ni en el inicio de las ceremonias públicas para que le busquemos las goteras, digamos entonces que cuando se ufanó del “bravo pueblo” no hizo una constatación, sino una profecía. La clarividencia del escritor de su letra lo trasportó hacia el porvenir, hacia el tramo temporal que corre entre 2000 y 2020, época en la cual, después de una exasperante pereza cívica, la sociedad venezolana se estrena en el heroico oficio de jugarse la vida y la libertad en un alzamiento masivo contra la antirepública. Sobre el paso de la mansedumbre a la bravura se detiene un excepcional reportaje publicado la pasada semana aquí, en La Gran Aldea, “Dos décadas de protestas en Venezuela”, acucioso aporte en torno a la bravura que se concretó después de bíblica hibernación. Leída sin prisas, la investigación ofrece motivos fundamentales para pensar en cómo se está ante un suceso susceptible de dar un vuelco a nuestra historia. Las primeras protestas, según señala, se realizaron en defensa de la educación de la niñez amenazada por una pedagogía autoritaria, para salvaguardar la propiedad privada frente a las agallas del “socialismo”, y también por la libertad de expresión que se impedía a un canal de televisión, en cuya preparación no tuvieron preponderancia los partidos políticos. Fueron productos de organizaciones de cuño republicano que parecían desaparecidas, pero que, de pronto, se manifestaban en la defensa de sus intereses; criaturas adormecidas de antaño que ofrecían testimonios de dinamismo ogaño, o búsquedas colectivas que dieron señales de vida hasta llegar a cifras gigantescas de participación y a inimaginables cuotas de sacrificio sin esperar el llamado de las banderías que hasta entonces solo habían actuado en forma espasmódica. Hechos de esta naturaleza conducen a pensar en cómo se está labrando una historia inédita, sin cuya valoración no se llegará a un desenlace vinculado a sus propósitos de substancial transformación.
El problema consiste en saber si los partidos políticos de oposición han apreciado la trascendencia de la novedad. Las manifestaciones masivas que ahora señalamos como insólitas se han convertido en retraimiento y mudez debido a la represión de la dictadura, que se ha enfrentado a conductas inéditas de repulsa con los métodos antiguos del terror y la sangre, pero también a la desacertada interpretación que han hecho de ellas los líderes que supuestamente están ahora en su vanguardia. No han entendido esos líderes que en nuestros memorables días la carreta ha marchado delante del caballo, o sin caballo en la cabeza de la competencia, o pensando en fabricar un transporte que no dependa del combustible de antes. O, más cuesta arriba, que ellos también deben debutar en un teatro que no se han atrevido a conocer en profundidad porque no han participado en su creación, porque se extravían en sus laberintos. Da la impresión de que el “bravo pueblo” nuevo en esta plaza les llevó una morena hasta cuando resolvió tomarse un receso, pero tienen la necesidad de agarrar el paso. ¿Por qué no reflexionan y enmiendan durante ese receso que les cae como lluvia celestial? Si no, se irán con su “hoja de ruta” al rincón en el cual pasarán el resto de sus días.