El caso de los llamados “trocheros”, sobre quienes el régimen de Nicolás Maduro descarga -por ahora- todo el peso de la culpa del brote de Covid-19 en Venezuela, es solo una muestra de hasta dónde puede llegar la perversidad de un sistema que espera encontrar en los propios ciudadanos una fuerza complementaria de sus estrategias de control social. La práctica alimenta el espionaje entre vecinos, el señalamiento del otro y la estigmatización de aquel a quien el régimen determina, mientras se siembra la desconfianza y se normalizan criterios y prácticas desproporcionadas encubriéndolas con un viso de normalidad e, incluso, haciendo creer que se hace el bien.
Evadiendo las responsabilidades sobre la situación del sistema nacional de salud, Maduro ha llegado a decir que el aumento de los contagios de coronavirus en el país se debe a que el presidente deColombia, Iván Duque, ha dado la orden “de hacer todo lo que se pueda hacer para contaminar a Venezuela” y eso incluye “contaminar” a connacionales que esperan regresar al territorio. Pero como el discurso hay que renovarlo, ahora la culpa es de quienes cruzan la frontera por los caminos verdes.
Néstor Reverol, el ministro de Interior, Justicia y Paz de Maduro, dijo que los “trocheros” serán procesados según el marco legal vigente contra el terrorismo y la delincuencia organizada, y que serán llevados a la cárcel de El Dorado, en el estado Bolívar. En línea con este discurso, promovido desde lo más alto del régimen, el resto de las instituciones hacen lo propio. El Comando Estratégico Operacional de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (Ceofanb), por ejemplo, llama a denunciar al “trochero” infectado por ser “un bioterrorista en tu sector que puede acabar con tu vida y la de tu familia”. Agrega que puedes hacer la denuncia “sin que nadie se entere que fuiste tú”.
La excusa de la pandemia parece funcionar muy bien para reforzar viejas ambiciones. Hacer creer que algo es bueno cuando la razón indica que no lo es, estimulando así un cambio de valores, solo expone el deseo de generar un quiebre cultural profundo para avanzar a una sociedad totalitaria, donde todos quedan sometidos a los designios del régimen, el único con la potestad de decir qué es bueno, qué es malo, y quiénes sufren las consecuencias de tales designios. La labor de los otros es simple: Darle soporte.
El intento por colocar ojos y oídos en todos los niveles de la sociedad para garantizar el control ciudadano no es un apetito reciente de Nicolás Maduro, es una línea de acción que inició Hugo Chávez, que fue perfilando poco a poco por distintas vías, unas de tipo legal e institucional y otras, las que más, indirectas.
En 2008 el país le hizo frente a su Ley del Sistema Nacional de Inteligencia y Contrainteligencia, que todos identificaban como la “Ley Sapo” y entonces tuvo que dar marcha atrás. En aquel momento todavía la sociedad encontraba asideros para negarse, como también le negó su giro al socialismo en la reforma constitucional. Así que ese cambio a la Constitución fue rechazado y la “Ley Sapo” quedó congelada, pero el socialismo rojo-rojito fue impuesto por atajos y trochas, y el deseo de estimular la delación ciudadana siguió su camino a través de las organizaciones de base del chavismo, como las Unidades de Batalla Hugo Chávez (UBCH); la Red de Articulación y Acción Sociopolítica (RAAS); los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP), y todas sus variantes; así como el Sistema de Protección Popular para la Paz, las Zonas de Paz y las Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP), entre otras, sin mencionar las prácticas amparadas en la Ley contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia.
Hoy se incentiva la delación del “trochero”, mañana la del vecino disidente.