La Gaceta de Caracas describe la reacción del pueblo después de la declaratoria de Independencia, en una entusiasta crónica en la cual refiere la alegría de la población ante la decisión de los diputados. El más famoso de ellos, Francisco de Miranda, marchó a la plaza mayor con la Bandera Nacional para recibir las ovaciones de una multitud movida por el regocijo. La gente vestía sus mejores galas, se escuchaban cánticos, repicaban las campanas y las doncellas distribuían ramas de laurel, según el periódico. ¿Sucedió de veras esa alegría?, ¿la ciudad se mostró tan alborozada como asegura el cronista?
No se trata ahora de desmentir al célebre semanario, sino solo de recordar que era un impreso de propaganda cuya obligación consistía en procurar que todo le viniera de perlas al proyecto político que auspiciaba. Es bien probable que haya inflado los hechos, porque no se pasa de la indecisión al énfasis de la noche a la mañana, porque no se convierte la gente en republicana y lo sale a celebrar mientras las ha pasado negras nadando en la duda y en la irresolución en el Congreso y en las tertulias de la víspera. Llegar a la Independencia supuso una pugna con valores morales, con interesesy compromisos antiguos que dominó las discusiones de los padres conscriptos, y que no permite pensar en fiestas como la descrita por la Gaceta. No hubo entonces próceres heroicos, ni audaces voceros del cambio político, sino solo temerosos aprendices de políticos que a duras penas sabían lo que estaban haciendo.
El divorcio de España no solo era una decisión que debía meditarse porque la monarquía podía reaccionar con violencia, sino también porque significaba abjurar de afirmaciones de lealtad empeñadas con solemnidad. Los diputados del 5 de julio de 1811 habían jurado ante el obispo que se reunían para defender los derechos de Fernando VII, y cambiar de bando y de opinión no solo significaba la posibilidad de una aventura arriesgada sino también la falta grave a un compromiso hecho frente a un altar. Era pasar de la virtud al pecado en un santiamén. Los diputadosRoscio, Peñalver y Maya se explayaron varias veces sobre el espinoso asunto, en largas intervenciones sobre las cuales cavilaban los colegas conmovidos desde sus escaños. Pero había otros asuntos que los obligaban a dar vueltas en una noria cada vez más pesada y enigmática.
La libertad de los esclavos, por ejemplo. Si la inmensa mayoría de los representantes del pueblo era dueña de esclavitudes, estaban ante un negocio de conciencias y bolsillo que debía evitar las prisas. De allí la necesidad de no pasarse de la raya en materia de filantropía. O la igualdad de los hombres, desde luego. Un congreso dominado en términos abrumadores por los blancos criollos, pues solo un pardo tenía credencial de diputado, debía medir con cautela el paso que daba ante los antiguos siervos. Que la igualdad de los hombres se haya tratado en sesión secreta no debe sorprendernos, pues faltaba mucho para que se derribaran los pilares de la sociedad estamental. O la libertad de cultos, por último. Nadie se atrevió a levantar la voz sobre el cardinal problema, ninguno de los padres fundadores se quiso meter en esas zarzas, para que nada turbara la influencia exclusiva y excluyente de la madre iglesia.
Y así por el estilo. El diputado Sata dijo el 1o de julio que los diputados no tenían idea de lo que estaban haciendo, porque los dominaba la impericia. En 3 de julio, el diputado López Méndez aseguró que pensaba una cosa sobre el destino de la sociedad antes de acostarse, y se levantaba con una idea opuesta o distinta al día siguiente. Queden estas verdades sueltas para que dejemos la tontería de postrarnos ante estatuas inconmovibles, esto es, para ver a los antecesores con las limitaciones que realmente los distinguieron porque no podía ser de otra manera. Pero también, en especial y pese a lo que pueda oler a anacronismo, para mirar con mayor respeto a los políticos de la actualidad a quienes exigimos que acaben con la usurpación mañana en la madrugada. Todavía no pueden encabezar jolgorios como el fabricado por la Gaceta de Caracas. La tienen tan pesada como los hombres de 1811, no están en el centro de una jubilosa verbena, les pasa como a Sata y a López Méndez, mientras nos empeñamos en exigirles que pisen a fondo el acelerador.