Cuando a mediados de marzo de este año fue dictado un decreto de Estado de Alarma, a propósito de las medidas de control de la expansión del Covid-19 en Venezuela, comenzaba a perfilarse una línea de acción del régimen de Nicolás Maduro que ha dado para todo. A la luz de este Estado de Excepción se impuso el aislamiento social masivo que implicó la parálisis casi total de actividades en el país con fines de control sanitario, pero que con el paso de las semanas ha dejado claro que también de control político y social.
El primer efecto fue la desmovilización ciudadana. Esos chispazos, aunque incipientes, que la oposición estaba logrando nuevamente en la ciudadanía para estimular la protesta de calle tras la gira internacional de Juan Guaidó se apagaron con facilidad. De hecho, los ciudadanos mantuvieron sus protestas públicas en reclamo de servicios públicos y exigiendo acceso a la gasolina, pero muy lejos de obrar como una masa organizada y canalizando su descontento hacia quienes ejercen el poder desde hace dos décadas.
Sin olvidar, de paso, que otros escenarios de conexión y de organización también se encuentran abatidos por la cuarentena, sufriendo las restricciones y el agobio del cerco, como es el caso de las universidades, cunas naturales de la movilización política de base.
Luego, de forma paulatina, vino el aprovechamiento de esa desmovilización para ir dando arañazos certeros sobre el orden político de oposición al punto de terminar interviniendo partidos y desdibujando esas estructuras que son conductos para la articulación cívica.
También para las parlamentarias se está orquestando un proceso electoral a la medida, distante por demás de la senda democrática, con la expectativa de que la gente estará aletargada y que no reaccionará ante tal avanzada.
La gasolina ha sido un ingrediente clave en este proceso. La carta de la escasez se la jugó el régimen estratégicamente cuando la pandemia recién comenzaba. Caracas fue la prueba de fuego y, como en el resto del país, todo siguió su curso. Los ciudadanos comenzaron a diluirse entre la urgencia de conseguir combustible y el temor a que se impusiera un escenario peor, lo que sirvió de termómetro para medir cuánto estaban dispuestos a pagar por ese bien tan sobrevalorado políticamente durante décadas, pero que en verdad se regalaba en desmedro de las finanzas de la nación.
La escasez permitió imponer un régimen de control, uno más en Venezuela. Además, hizo posible elevar el precio del combustible y llevar a más de uno, todavía reacio pese a las ofertas de cajas CLAP y de bonos, a registrarse en el Sistema Patria con la esperanza de optar a gasolina subsidiada, un esquema diferencial que durará lo justo para el logro de los objetivos del régimen y no más.
Pero este escenario, con la cuarentena de fondo, también sirvió para montar actores que son del interés del régimen en el manejo de la gasolina. La “reestructuración” de PDVSA, tantas veces anunciada y jamás articulada, comenzó a evidenciarse desde abril a la par de estos cambios en el mercado interno de combustibles; no solo abriendo espacios para que capitales privados participen sino para que otros aliados internacionales intervengan, con lo que se espera lograr una exigua oferta de gasolina con la que mantener precariamente atendido al país en las primeras de cambio, aun en el marco de las sanciones internacionales para las que el Covid-19, vale decir, también ha servido de argumento en su contra.
Bajo este manto viene dándose una oleada interventora y expropiatoria, dejando a los antiguos dueños de al menos una docena de estaciones de servicio fuera de esta nueva línea de juego, porque el negocio de la gasolina recompone su rostro en tiempos de coronavirus.
Tiempos que han consolidado la dolarización desordenada de la economía y su informalización; que han dado margen para la ocupación de agroindustrias como Coposa y la toma de control de la distribución de otras, como Polar; que han servido para que el Estado ocupe hoteles a lo largo del país para el uso de personas en cuarentena de Covid-19 y para que tome otros espacios e instalaciones vacías, que se desconoce su destino final cuando la pandemia pase, y de las que pocos hablan debido a la propia desmovilización ciudadana y al silencio de los medios.
Porque todo esto pasa mientras la represión y la censura avanzan al cobijo de la excepcionalidad en que se encuentra el país, haciendo que más de uno opte por desviar la mirada acerca de cuanto ocurre. Durante la cuarentena, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa (SNTP) ha registrado 96 casos de restricción al trabajo de los periodistas, con acciones directas sobre 195 trabajadores y 32 detenciones arbitrarias. El acoso ciudadano incluye a personal de salud y a muchos que han intentado denunciar situaciones irregulares.
El Covid-19 ha dado para esto y más en Venezuela, pero la cuarentena, que realmente ha debido servir para el control efectivo de la expansión del coronavirus, luce ajena a su propósito. La curva de contagios escala y es el fantasma al asecho de los venezolanos, meras fichas en el tablero político de quienes se afanan por sostenerse en el poder a cualquier precio y por cualquier vía.