El 12 de junio de 1986 The New York Times publicaba una información que haría historia. En la parte superior izquierda de la primera página (la vitrina del periódico), aparecía desplegado un bombazo en modalidad Gutenberg. De las rotativas del diario más influyente del mundo emergía un trabajo periodístico que señalaba los supuestos vínculos del general Manuel Antonio Noriega con el mundillo de las drogas, el tráfico de armas y el lavado de dinero. La foto del “hombre fuerte” de Panamá aparecía desplegada a una columna. El Times se apoyaba en informes elaborados por distintas agencias de inteligencia norteamericanas. También citaba declaraciones de altos funcionarios que hablaban bajo condición de anonimato. El diario, obviamente, no incluía las reproducciones de las minutas armadas por los sabuesos. Esos facsímiles son secreto de Estado. Pero sí ofrecía detalles de un caso que se había ido ensamblando tras bastidores y que recién se destapaba ante la opinión pública. Hay bombas que se confeccionan a base de tinta y papel. No suenan, como ocurre con esas pistolas dotadas de silenciador. Y qué letales son.
La primicia de The New York Times estaba respaldada por la firma del reportero Seymour M. Hersh. El periodista de investigación ya había cobrado fama por sus trabajos sobre la llamada Matanza de My Lai, una aldea situada en las costas de Vietnam. Las indagaciones que hizo Hersh sobre el asesinato de 106 civiles vietnamitas a manos de soldados norteamericanos le valieron el Premio Pulitzer. Hersh apostó todo por este caso. Logró la hazaña de entrevistar al comandante del pelotón que dirigió la masacre, el teniente William L. Calley. El ex corresponsal de guerra sigue siendo un niño terrible. Donde pone el ojo, pone la controversia. Hay quienes cuestionan sus afirmaciones.
Su más reciente travesura es haber asegurado que Estados Unidos mintió acerca de la muerte de Osama Bin Laden. La London Review of Books publicó el 21 de mayo de 2015 un artículo suyo en el que el periodista aseguraba que no fue la CIA la que dio con las coordenadas del terrorista al rastrear a sus enlaces. Según asegura Hersh quien filtró la información a Estados Unidos del verdadero paradero del fundador de Al Qaeda fue un antiguo oficial de inteligencia paquistaní. El cobro de parte de la recompensa ofrecida por Washington por la cabeza de Osama Bin Laden habría sido el gran incentivo para que el funcionario hablara. Estaban de por medio 25 millones de dólares. Hersh refuta una vez más la historia oficial. Dice que es falso que las autoridades paquistaníes no estuvieran enteradas de antemano de la operación contra el terrorista. Está por verse si tiene razón o no.
Lo que sí es un hecho irrebatible es que lo que comenzó como una noticia firmada por Hersh en The New York Times en junio de 1986 desembocó después en la invasión de Panamá en diciembre de 1989. Hay detalles de este caso que vale la pena sacar a flote de cara a lo que ocurre en Venezuela. No porque uno desee un noriegazo para nuestro país, o porque eso sea lo que forzosamente vaya a ocurrir, sino porque la cadena de acontecimientos que marcaron esta trama arroja muchas luces sobre la forma en que suelen proceder los órganos de inteligencia y de justicia deEstados Unidos. Panamá aporta un manojo de pistas. Pero no confundamos los indicios con los desenlaces. La acción bélica es un instrumento muy rudimentario.
II
En su nota, Hersh contaba que el vicealmirante John M. Poindexter, asesor de seguridad nacional del presidenteRonald Reagan, había visitado al general Noriega a finales de 1985 y que, en privado, le había dicho: “Cut it out”. El “córtalo ahí” era una espada retórica que el vicealmirante blandía como primer paso de lo que luego sería una conflagración. Poindexter, según el relato hecho por Hersh, se refería a que Noriega debía desmarcarse de tres aspectos considerados capitales para Washington: Las drogas, el blanqueo de dinero y las estrechas relaciones que mantenía con Cuba. The New York Times apuntaba que el Departamento de Estado, la Casa Blanca, el Pentágono y los funcionarios de inteligencia aseguraban que el general panameño había filtrado información de inteligencia tanto a Estados Unidos como a Cuba durante quince años. La típica estampa del doble agente.
The New York Times informaba que Noriega también estaba vinculado a empresas panameñas que exportaban tecnología estadounidense a Cuba y a algunos países de Europa del Este que estaban vetados por Washington. Tengamos en cuenta que hablamos de un tiempo que precede a la caída del Muro de Berlín (1989) y al desmoronamiento de la Unión Soviética (1991). En medio de la Guerra Fría, con Estados Unidos en un lado del cuadrilátero y la URSS en el otro, el “hombre fuerte” de Panamá se paseaba por la cuerda floja. La información recabada por Hersh indicaba que el general Noriega estaba salpicado por todos lados. Pisaba con sus botas de militar terrenos minados.
Panamá, lo decía el propio Hersh, revestía un interés especial para Estados Unidos. Los Tratados Torrijos-Carter pautaban que en diciembre de 1999 los norteamericanos debían devolver el canal a los panameños. Pero a Washington le inquietaba que el traspaso, que ya estaba relativamente próximo, se hiciera bajo el mandato de una figura con el desacreditado perfil de Noriega. Para Estados Unidos de por sí resultaba un delicado paso ceder el control de una vía de comunicación de tanto peso geopolítico y comercial, puesto que ello suponía perder una cuota de su poder. Y más delicado aún resultaba el paso si quien estaba del otro lado de la acera era alguien tachado de narco y que, además, estaba dispuesto a venderle armas al grupo insurgente M-19 de Colombia.
La escueta expresión del vicealmirante John M. Poindexter no podía ser más gráfica. Cabe imaginárselo moviendo su mano imperativa remedando el movimiento de unas tijeras. “¡Córtalo ahí!”.
Manuel Antonio Noriega, cierto, había mantenido relaciones muy cercanas con la CIA. Después se convirtió en un chico malo. Flirteaba con La Habana y con Washington. Podía mantener contacto con William J. Casey, director de la poderosa agencia de inteligencia norteamericana entre 1981 y 1987, y también podía celebrar encuentros con Fidel Castro. Se juntaba con tirios y troyanos. Eran los tiempos en los que Noriega se paseaba por los pasillos de la superpotencia con total fluidez. Y he aquí un dato en extremo interesante. El día en el que The New York Times esgrimió en su vitrina el bombazo en modo Gutenberg, el militar se hallaba de visita en Estados Unidos. Hersh daba cuenta de este detalle al final de su nota. La presa estaba en territorio enemigo. Pero aún faltaba tiempo para su captura. Todavía era un hombre con ínfulas. Con cierto músculo.
Noriega había ido a Washington para asistir a una ceremonia en la Junta Interamericana de Defensa. Allí, agregaba el periodista, había entregado una “medalla de honor panameño” (Hersh no precisa a quién estaba dirigida la condecoración). El reportero soltaba esta frase para disipar cualquier duda que pudiera asaltar a los lectores sobre su obligada neutralidad periodística: “Las solicitudes para entrevistar al general en Washington no recibieron respuesta”.
III
La reconstrucción del caso del general resulta muy reveladora. Las fechas lo van diciendo todo. El 12 de junio de 1986, como vimos, The New York Times dio la primicia. El general estaba en la mirilla. Menos de dos años después, el 6 de febrero de 1988, el rotativo publicaba otra información sobre el comandante del Ejército panameño: Estados Unidos acusaba formalmente a Manuel Antonio Noriega por sus vínculos con drogas ilegales. La temida palabra indictment apareció tatuada en la primera página del periódico. Cuando el término indictment se cuela en los medios, hay que andarse con sumo cuidado. Anglicismo ponzoñoso. De mal augurio.
Noriega era señalado por tribunales de Miami y Tampa de haber ofrecido protección a narcotraficantes que llevaron cocaína y marihuana a Estados Unidos. La acusación proveniente del juzgado de Miami indicaba que el Gobierno tutelado por el general había ofrecido protección a los líderes del Cartel de Medellín. A cambio, el “hombre fuerte” de Panamá habría recibido una contraprestación de 4,6 millones de dólares. El comandante de las fuerzas armadas panameñas, asimismo, había permitido que los narcotraficantes usaran pistas de su país para el trasiego de la droga. Noriega, según lo que se aseguraba en los folios de la acusación, les vendía los químicos que se requerían para producir la cocaína.
Los folios igualmente documentaban el hecho de que en 1984, tras la escalada que el Gobierno colombiano adelantó contra el clan dirigido por Pablo Escobar, Noriega dio refugio a los líderes de la organización e incluso les permitió operar desdePanamá. Por la operación relacionada con la marihuana, el general habría recibido un millón de dólares a cambio. Esos folios tan indiscretos también indicaban que Fidel Castro habría mediado cuando se produjo una disputa entre miembros del Cartel de Medellín y Noriega. La querella se habría zanjado tras un encuentro entre el “hombre fuerte” de Panamá y el presidente de Cuba que se habría celebrado el 29 de junio de 1984.
Las agencias de inteligencia tenían minuciosamente monitoreado a Noriega. En el texto del indictment, que la agencia AP publicó completo en 1990, se daba cuenta precisa de los pasos del panameño. Por ejemplo, se apuntaba que en enero de 1983 el general se había reunido con Floyd Carlton Cáceres, un oscuro piloto comercial, y que este le había informado que viajaría a Estados Unidos para comprar, a solicitud de Pablo Escobar, un jet que les permitiría transportar los ingresos provenientes de la venta de las drogas desde ese país hasta Panamá. La meticulosa indagación de los sabuesos también reportaba que en noviembre de 1982 Pablo Escobar entregó una nota manuscrita en la que se desagregaba el pago que recibirían el piloto y el general Noriega. Pulcra contabilidad: 100 mil dólares estaban destinados al “hombre fuerte” y 120 mil dólares entraban a las alforjas del piloto. Floyd Carlton Cáceres después resultó un testigo clave en el juicio contra Noriega.
Esta vez no se trataba de una exclusiva del Times. El indicment de febrero de 1988 era noticia oficial. Los demás diarios también se hicieron eco del anuncio. The Washington Post, por ejemplo, tituló: “Acusaciones retratan a Noriega como capo del narcotráfico”. El periódico señalaba que la conspiración internacional de la que formaba parte el general se remontaba a 1981. No podía faltar la coletilla venenosa aportada por el medio como valor agregado: Justo el tiempo en el que la administración Reagan lo acogió y desechó los reportes sobre sus nexos con el mundo de las drogas. The Washington Post también apuntaba a que las acusaciones de los tribunales se producían cuando el gobierno de Reagan presionaba para que el régimen de facto de Noriega diera paso a la democracia. El general, sin embargo, estaba respaldado por una coartada nada desdeñable: Alegaba que los señalamientos eran falsos y que Estados Unidos lo que pretendía era mantener el control del Canal de Panamá.
The Washington Post advertía que las posibilidades de que Noriega pudiera hacer frente a un juicio en territorio norteamericano eran escasas en virtud de que la Constitución panameña prohibía la extradición de sus ciudadanos. La nota redactada por el periodista del Times, Philip Shenon, también destacaba las trabas que había para que el general fuese trasladado a Florida. Shenon advertía que, dado que el tratado de extradición que existía entre Estados Unidos y Panamá presentaba grandes limitaciones, resultaba casi imposible que el general fuese llevado a Florida para ser juzgado mientras estuviera en el poder. La realidad demostró otra cosa. El indictment constituía a todas luces una declaratoria de guerra. Había 50 mil estadounidenses en suelo panameño, entre civiles y soldados. Washington pasó de lo penal a lo bélico en diciembre de 1989. Pero ya el 16 de mayo de ese año, The New York Times publicaba una nota cuyo título rezaba: “En Panamá se debate sobre invasión de Estados Unidos”.
El diario señalaba que los panameños cifraban sus esperanzas en la llegada de los marines. Poco antes, el presidente George Bush había enviado 2 mil hombres de refuerzo a Panamá. El Times destacaba que una invasión suscitaba respaldo y rechazo. Que no había unanimidad frente a la carta de los marines. Algunos la veían como la tabla de salvación frente a la crisis económica y política que sacudía al país. Otros, como una opción nada recomendable. Estos últimos, según recogía el medio estadounidense, argumentaban que el sentimiento nacionalista invocado por el fallecido general Omar Torrijos había calado muy hondo y que el control del Canal era un asunto sensible. The New York Times agregaba que los líderes de la oposición se mantenían unidos alrededor de la idea de la no invasión. En Panamá se habían celebrado elecciones el 7 de mayo de 1989. Elecciones cuyo resultado Noriega desconoció. Las anuló de un plumazo. Una razón que también mencionaba el periódico para descartar una salida violenta comandada por Estados Unidos era que el gobierno que resultara de esta iniciativa armada quedaría aislado de los demás países del Hemisferio Occidental.
IV
Pero la invasión ocurrió. El presidente George Bush, en cuya hoja de vida ya destacaba haber participado en la Segunda Guerra Mundial y haber sido director de la CIA, dio la orden de que se usara la fuerza militar el 20 de diciembre de 1989. Al día siguiente, dirigió un discurso a la nación para explicar las razones de la acción armada. The New York Times publicó una transcripción de sus palabras.
Bush dijo: “Durante casi dos años, Estados Unidos, las naciones de América Latina y el Caribe han trabajado juntos para resolver la crisis en Panamá. Los objetivos de los Estados Unidos han sido salvaguardar la vida de los estadounidenses, defender la democracia en Panamá, combatir el narcotráfico y proteger la integridad del Tratado del Canal de Panamá. Se han hecho muchos intentos para resolver esta crisis a través de la diplomacia y las negociaciones. Todos fueron rechazados por el dictador de Panamá, el general Manuel Noriega, un narcotraficante acusado”.
El mandatario agregó: “El viernes pasado Noriega declaró que su dictadura militar estaba en estado de guerra con Estados Unidos y amenazó públicamente la vida de los estadounidenses en Panamá. Al día siguiente, las fuerzas bajo su mando dispararon y mataron a un soldado estadounidense desarmado, hirieron a otro, arrestaron y golpearon brutalmente a un tercer militar estadounidense y luego interrogaron brutalmente a su esposa, amenazándola con abuso sexual. Eso fue suficiente”.
“Las imprudentes amenazas y ataques del general Noriega contra los estadounidenses en Panamá”, advirtió Bush, “crearon un peligro inminente para los 35.000 ciudadanos estadounidenses en Panamá. Como Presidente, no tengo mayor obligación que salvaguardar la vida de los ciudadanos estadounidenses. Y es por eso que dirigí nuestra Fuerza Armada para proteger las vidas de los ciudadanos estadounidenses en Panamá, y para llevar al general Noriega ante la justicia en los Estados Unidos”.
Bush argumentó: “Los valientes panameños elegidos por el pueblo de Panamá en las elecciones de mayo pasado, el presidente Guillermo Endara y los vicepresidentes Calderón y Ford han asumido el liderazgo legítimo de su país. Ustedes recuerdan esas horribles fotos del recién elegido vicepresidente Ford cubierto de pies a cabeza con sangre, golpeado sin piedad por los llamados Batallones de la Dignidad. Bueno, los Estados Unidos reconocen hoy al Gobierno democráticamente elegido del presidente Endara. Enviaré a nuestro embajador de vuelta a Panamá inmediatamente. Se han alcanzado objetivos militares clave. La mayor parte de la resistencia organizada ha sido eliminada. Pero la operación aún no ha terminado. El general Noriega está escondido. Y sin embargo, ayer, un dictador gobernó Panamá, y hoy, los líderes constitucionalmente elegidos, gobiernan”.
El general Manuel Antonio Noriega, como es sabido, se refugió en la Nunciatura Apostólica el día de Nochebuena. El diario El País, de Madrid, señalaba en su edición del 25 de diciembre de 1989 lo siguiente: “El Nuncio Apostólico en Panamá, Sebastián Laboa, y el propio Noriega desarrollan desde el interior de la sede de la representación vaticana intensas gestiones, en contacto con funcionarios norteamericanos, para decidir el destino del general. Ayer pudo verse al nuncio en el exterior de la sede diplomática conversar con el jefe del Comando Sur de EE.UU., MaxweIl Thurman. Como resultado de los contactos se barajaba la hipótesis de que se le concediese autorización para su traslado a Cuba o a España, donde podría vivir como refugiado político. De acuerdo con la versión de fuentes diplomáticas, esos fueron, aunque no se sabe si por ese orden, los dos países a los que desde un principio el general panameño pidió viajar”.
El País especulaba que Estados Unidos no había logrado su objetivo porque Noriega se había atrincherado en territorio diplomático. Nada más y nada menos que en la Nunciatura Apostólica. El diario señalaba que Washington no se atrevería a sacarlo de allí a la fuerza. Decía que El Vaticano no podría lanzarlo a la calle. Y deducía que el general únicamente aceptaría dejar la zona diplomática si se le garantizaba algún destino seguro. Ni España ni Cuba. Noriega, sometido a una gran presión, que incluía tortura psicológica con música estruendosa, se entregó el 3 de enero de 1990 a las tropas de Estados Unidos.
La reseña publicada en El País arrojaba información en tono de bolero. Al general, que salió vestido de militar de la Nunciatura, le permitieron hacer dos llamadas. Una a su amante, que estaba en manos de soldados gringos. Y otra, a su esposa, quien, con sus tres hijas, añadía El País, se hallaba refugiada en la embajada de Cuba. Noriega y su corazón siempre partido en dos. Cuba y Estados Unidos. La esposa y la amante.
Los soldados colocaron las esposas al general (las manos le temblaban, acotaba el diario español) y se lo llevaron a Miami. En 1992 fue sentenciado a 40 años de prisión por un tribunal basado en Florida por cargos de narcotráfico y blanqueo de capitales. Noriega dijo al juez que lo sentenciaba, William Hoeveler, que lo habían llevado ante él para que lo matara en vida porque no habían podido matarlo durante la invasión. El general caído en desgracia purgó más de 20 años de cárcel en Estados Unidos. También estuvo preso en Francia, adonde fue extraditado en 2010. La fiscalía francesa lo acusaba de haber ingresado dinero a ese país proveniente de operaciones con drogas. Noriega poseía tres apartamentos en París valorados en tres millones de dólares. Fue devuelto a Panamá en 2011. Murió allí en mayo de 2017 de un tumor cerebral. Tenía 83 años.
La invasión a Panamá supuso la salida de un dictador a un costo demasiado elevado. La denominada “Operación Causa Justa” duró poco más de un mes. Cifras extraoficiales hablan de 300 muertos. Otras versiones van más allá: 4 mil. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos exigió a Estados Unidos, en 2018, que indemnizara a los familiares de las víctimas. Guillermo Castro Herrera, sociólogo panameño entrevistado por la BBC cuando se cumplieron tres décadas de la acción bélica, sostiene que el objetivo de Washington no era únicamente capturar a Noriega. La meta era también liquidar a las fuerzas armadas que lo sostenían. Por ello, esgrime el sociólogo, se produjo el gran bombardeo al cuartel central, que estaba ubicado en el popular barrio de El Chorrillo. Castro Herrera saca una cuenta impactante: El estamento militar fue inutilizado en 24 horas.
Ese 20 de diciembre de 1989, los cazabombarderos arrojaron bombas y bombas en El Chorrillo. Las alarmas antisísmicas se dispararon. El ruido de esos monstruos bélicos que se deslizaban por los aires causó pánico.
Ya Panamá venía con un cuadro complicado. Noriega carecía de legitimidad de origen. Era un dictador ataviado de traje militar que usaba a presidentes civiles como títeres. El general había recurrido a la represión para sofocar las protestas que ocurrieron en Panamá. Había apelado a los llamados “Batallones de la Dignidad”. Se le vinculaba, además, con el asesinato del líder opositor Hugo Spadafora (1985). Este médico se había atrevido a denunciar los lazos que existían entre el “hombre fuerte” de Panamá y las organizaciones del narcotráfico.
Noriega también era acusado de fraude electoral. Casi siete meses antes de la invasión, se habían celebrado en Panamá elecciones presidenciales. Ese 7 de mayo de 1989 es otra fecha clave. El general presentó su ficha para la contienda: Carlos Duque Jaén. Y por la oposición se postuló Guillermo Endara. La oposición cantó fraude. Panamá era un hervidero. Sanciones norteamericanas que ahorcaban la economía. Caída brutal del PIB. Descontento social. El perfecto caldo de cultivo para un levantamiento militar, que efectivamente ocurrió el 3 de octubre de 1989. Ya había ocurrido otra intentona en marzo de 1988. Esta era la segunda.
El líder de la sublevación era un militar allegado a Noriega, el comandante Moisés Giraldi Vera. El complot fue abortado. A Giraldi Vera lo ejecutaron después. En el levantamiento murieron varios oficiales y otros debieron refugiarse en Estados Unidos. Una investigación llevada a cabo por El País (11/10/1989) señaló que inicialmente el líder de la insurrección abrigaba la esperanza de que Noriega aceptara pasar a retiro y se negaba a entregarlo a Estados Unidos. Giraldi Vera optaba, en primera instancia, por la negociación.
Noriega no quería ceder. Hasta que escuchó el estremecedor sonido de los cazabombarderos.
V
¿Qué lecciones pueden extraerse de lo ocurrido en Panamá cuando hablamos de Venezuela? La primera de ellas resulta obvia: Una incursión armada de Estados Unidos contra el país resultaría de un altísimo costo en términos de vidas y en la esfera geopolítica. La invasión a la antigua no parece ocupar un lugar preeminente en la agenda de Washington. Hay que considerar, sin embargo, que el mundo de hoy no es el mundo de ayer. Que la tecnología militar de hoy es más sofisticada y precisa que la del pasado. Eso no significa que la tesis del dron se imponga como la mejor de las hipótesis. Como el más probable de los escenarios. Significa que no se debe descartar de plano y a ultranza. Lo quirúrgico es algo que pudiera estar planteado solo y exclusivamente si las otras armas a las que puede echar mano la superpotencia se quedan engatilladas.
¿Y cuáles son las otras armas con las que cuenta Estados Unidos? Una de ellas son las sanciones. El Gobierno dispone cada vez de menos recursos. La Orden Ejecutiva emitida por Donald Trump es muy severa. Nadie que no forme parte del llamado “eje del mal” quiere hacer negocios con Venezuela. Eso significa entrar en la lista negra. Rayarse de tal modo en la era de la globalización no es cosa fácil. Este es un mundo interconectado. Y la capital de ese mundo es Estados Unidos (nos guste o no).
La otra son las acciones penales. El Departamento de Justicia también muestra sus colmillos. El hecho de que parte de la cúpula chavista haya entrado en el radar de la DEA y de los tribunales norteamericanos genera inquietud en el tablero del poder venezolano. Esa inquietud es sinónimo de paranoia. En los últimos días ha habido dos informaciones que ilustran muy bien el temor que puede despertar el acoso que ejerce Estados Unidos contra la élite chavista: La exclusiva divulgada por la agencia Reuters el 27 de mayo según la cual se estaría preparando un indictment contra Cilia Flores por presuntos cargos de tráfico de drogas y corrupción, y la detención en Cabo Verde de Alex Saab, quien, según ha asegurado el periodista Roberto Deniz, que ha investigado en profundidad los lazos del empresario colombiano con el Gobierno, sería prácticamente el “cerebro financiero” de Maduro.
Estos eventos apuntan directamente a la yugular del régimen. ¿Presionará Flores a Maduro para forzar una negociación? A lo mejor no. Pero la pregunta hay que hacerla. Porque a lo mejor, sí. ¿Terminará Alex Saab en los brazos de la DEA? Tal vez. Es una presa apetitosa para Washington. Y si Saab cae en jurisdicción gringa, pasaría de ser el “cerebro financiero” de Maduro a su gran enemigo. Luego, perder un testaferro, si acaso Saab lo fuese de Maduro, es una pésima noticia en medio del cerco global del que es objeto la nomenclatura chavista. Y un alerta para quienes sean los potenciales suplentes de Saab: Les espera la guillotina. Es claro que la estrategia norteamericana está dirigida a dinamitar las bases de la estructura gobernante. A fracturarla. Puede llegar el día en que, por ejemplo, Nicolás Maduro y Diosdado Cabello sean rivales en lugar de correligionarios. Todo depende de cómo evolucionen las cosas.
La tercera arma con la que cuenta Estados Unidos es lo que podríamos denominar las acciones prebélicas. En abril pasado, Donald Trump anunció una operación antinarcóticos sin precedentes que se realizaría en el Caribe y en el Pacífico Oriental. Barcos espías. Aviones de guerra. Tropas. Un despliegue a lo Hollywood cerca de Venezuela. La primera potencia del mundo no va a movilizar tal cantidad de recursos, que implican una enorme erogación, simplemente para hacer un simulacro de invasión. Esto es algo más serio. Hay que juntar las piezas del rompecabezas. La tecla del narcotráfico es altamente sensible para Estados Unidos. Y si a eso se le suma un factor de orden geopolítico, peor: Los nexos que existirían entre un sector del chavismo y los grupos terroristas, que es otro asunto crucial para Washington después de los atentados del 11 de septiembre. Que Venezuela sirva de santuario para las FARC y el ELN y que células del Hezbolá operen en el país, constituye una señal de alarma para Washington. Y otra señal de alarma es la aproximación a Irán.
De todas las armas anteriores, surge una cuarta: La de la diplomacia bajo coacción que puede ejercer Estados Unidos. Si prestamos atención al caso panameño, vemos que casi todos los ingredientes que estaban presentes en el cóctel Noriega lo están en el caso de Venezuela. Legitimidad de origen nula o dudosa. Fraude electoral. Uso de grupos paramilitares para neutralizar a los opositores. Vínculos con Cuba y grupos guerrilleros. Actividades ligadas al narcotráfico y al lavado de dinero. Intentos de golpe. Sanciones. Advertencias. Recordemos lo que le dijo el vicealmirante John M. Poindexter al general Noriega: “Córtelo ahí”. Probablemente, y de ser veraces las acusaciones que hace Estados Unidos contra la cúpula gobernante, mensajes similares han sido enviados hacia el chavismo. Washington ha dicho, incluso, que está dispuesto a levantar las sanciones si se garantizan unas elecciones limpias.
Flota una interrogante: ¿Qué pasaría con los dirigentes del chavismo por cuya cabeza se han ofrecido millones de dólares? Si Estados Unidos no se decanta por una salida de fuerza tradicional o quirúrgica que desaloje del poder a los vástagos de Hugo Chávez, la respuesta a esta pregunta es clave. De ello depende que la cúpula gobernante pudiera acceder a una negociación o no. Y aquí priva el derecho humano a la paranoia. ¿Creerán quienes forman parte de la lista negra en la palabra de la superpotencia si acaso los llegaran a exculpar a cambio de que abran el juego electoral de forma transparente? Esto es lo que hace a este juego tan complicado. La desconfianza.
Por un lado están acorralados. Necesitarían un armisticio. Por otro lado cuentan con la opción del atrincheramiento. La inmolación como la carta mágica porque preferirían la inmolación que la incertidumbre. Temen ser engañados. El 11 de junio pasado, el diario El Nacional entrevistó a James Story, Encargado de Negocios para la Oficina Externa de Estados Unidos para Venezuela. El funcionario dijo: “Mantenemos comunicación con muchas personas dentro del régimen de Nicolás Maduro. A ellos les digo que tomen en serio nuestra propuesta”. Story se refería a la necesidad de celebrar elecciones libres y justas. Esto está en línea con la propuesta que formalmente lanzó el secretario de Estado, Mike Pompeo, en marzo pasado, bajo el nombre de “Marco para la Transición Democrática Pacífica en Venezuela”.
Todas las opciones están sobre la mesa: Incluida la negociación.