El 12 de junio de este año, 2020, Luis Guillermo Franquiz escribió en Facebook un breve mensaje solo para hacerles saber a sus amigos que estaba “vivo y bien”. Ya se encontraba en casa de su familia, en San Juan de Los Morros, tras “larga caminata desde Bogotá hasta la frontera”. Añadía que estaba escribiendo en computadora prestada porque en la ruta había perdido su laptop, su teléfono celular y sus documentos personales; y advertía que estaría unos días retirado de todo porque necesitaba descanso, silencio y aislamiento. “Estoy agotado”, confesó.
Luis Guillermo Franquiz nació en la capital guariqueña en 1974. Sus relatos han aparecido en publicaciones literarias, como: Las Malas Juntas, Los Hermanos Chang, Letralia, Gente Rara, revista OJO y Ficción Breve Venezolana. Es colaborador de Prodavinci. Sus crónicas, incluidas en antologías, se publican en la actualidad en la revista digital OJO. En 2019 publicó su primer libro de crónicas, El país de las luciérnagas, con El Taller Blanco Ediciones, en Bogotá.
-¿Por qué decidiste irte de Venezuela?
-Por una pulsión inexplicable. Sentía que mi vida estaba en pausa, que la vida estaba en movimiento en otra parte y yo me estaba quedando como espectador. Porque quería comprar libros que ya no se consiguen en el país. Porque la mayoría de mis amistades ya se habían ido. Porque quería integrarme a una vida dinámica, lejos de la quietud de mi apartamento. Necesitaba algo más. Dinamismo. Fluidez. La vida misma.
-¿Qué idea tenías al irte?
-Supuse que iba a ser difícil, pero por muy duro que fuese, jamás sería como seguir dentro de Venezuela. Estaba dispuesto a trabajar sin descanso. Haciendo lo que fuese. Cualquier tipo de trabajo que me permitiera comer y pagar una habitación. Era cuestión de preguntar entre las amistades y salir, intentarlo, lanzarme de cabeza. Evaluar las opciones y tirarme de cabeza.
“Estar solo en otro país es muy jodido”
Al principio pensó en irse a Madrid, pero era en Bogotá donde tenía amigos que le dijeron que podría quedarse en su casa por unos días. “Compré mi pasaje y me fui, el 27 de marzo de 2019”, dice Luis Guillermo. “De manera muy ingenua, lo confieso, porque no tenía un plan meticuloso ni a mediano plazo. El asunto era llegar a Bogotá y ya. A partir de ese momento decidiría cuál era el paso siguiente. Fue algo muy improvisado, muy apresurado, porque organicé todo y partí en una semana aproximadamente. Mis amigos, un matrimonio, escritores también, tenían algunos contactos para trabajar en la Feria del Libro de Bogotá. Gestionaron para que trabajara con ellos. Lo hice. Lo hicimos. Lo que me importaba era correr la arruga todo el tiempo que pudiera. El pago de este trabajo me permitiría quedarme en Bogotá y buscar algo más. Los amigos ayudaron mucho. Una amiga contactó a otra amiga desde Miami, para que trabajara con ella, solo por un mes, como su asistente. Lo hice. Luego, el hijo de una amiga de mi madre me consiguió trabajo en un lugar de ventas por Internet. Y allí me mantuve hasta que un traductor, un poeta italiano, me pidió que fuera su asistente porque necesitaba a alguien que revisara sus traducciones. Lo hice. Estuve con él hasta el final, hasta el momento en que se regresó a Italia, al comienzo de la cuarentena”.
Al año y tres meses de estar en Bogotá decidió regresar a Venezuela. La cuarentena lo había confinado a una habitación, sin trabajo y sin familia. “Estaba solo. No tenía a nadie que pudiera cuidarme en el caso de que cayera enfermo. Me preocupaba el pago del arriendo y los servicios, si extendían la cuarentena, cosa que sucedió, pero eso lo supe cuando ya venía de regreso, en la vía. Estar solo en otro país es muy jodido. Conversé con mi casera y le expuse mi situación. Tengo dos hermanas, una en Costa Rica y otra en Panamá, ambas querían ayudarme, enviar dinero, pero eso no iba a solucionar nada, porque no había trabajo y siempre estaba el riesgo de contagiarme”.
A pie de un país a otro
Decidió desandar sus pasos “no como un fracaso, sino como un breve retroceso para reagrupar fuerzas y decidir a partir de allí”. Pero ahora no tenía la posibilidad de comprar un boleto de avión ni de autobús. “Estando el país en cuarentena, no había transporte hacia la frontera. Si me quedaba más tiempo debía pagar el arriendo, y ya no me quedaba dinero. Ni hablar de quedarme con amigos, librados a las penurias económicas impuestas por la situación. No quise convertirme en una carga adicional. Debía ponerme en marcha, como muchos otros ya lo estaban haciendo. Mi decisión fue lúcida, consciente. Asumí el riesgo y esperé lo mejor. Además, supuse que otros me ayudarían en la vía, venezolanos al fin. Lo medité durante varios días, intentando minimizar la inquietud, pero una y otra vez sentía que lo mejor que podía hacer era irme cuanto antes. Tenía que evitar a toda costa contagiarme de Covid-19, porque al estar solo no contaba con nadie para que me cuidara”.
“Busqué en Facebook grupos de venezolanos que salieran a pie desde Bogotá y no encontré nada. Salí solo, el 2 de mayo de 2020. Un morral en la espalda y otro en el pecho. Ambos llenos de libros. Una sola muda de ropa. Solo me importaba traerme la mayor cantidad de libros que pudiera. Salí el 2 de mayo, al amanecer. Al mediodía me encontré con dos venezolanos más, justo cuando sopesaba regresarme debido al dolor en los pies. Ellos me incentivaron a continuar. Una cosa es caminar solo y otra muy distinta fue hacerlo con ellos. Caminamos juntos durante cuatro días, luego ellos siguieron porque mis pies estaban muy lastimados, con ampollas, ya sin uñas y piel agrietada. Cambié de grupo en diferentes oportunidades. Mucha gente. Familias con hijos. Parejas. Hombres y mujeres solos. Grupos de adolescentes. Malandros. Gente buena y gente mala. Toda esta parte estará bien explicada en el libro que estoy escribiendo”.
“Dormíamos donde podíamos, a orillas de la carretera, debajo de puentes o pasarelas, en porches, frente a negocios cerrados, a la intemperie. Cada noche dormíamos un promedio de cuatro o cinco horas, porque nos quedábamos hablando junto a una fogata. Hablábamos de la vida que habíamos llevado en Medellín, Cali, Cartagena, Bogotá… y en otros países, porque en el camino nos juntábamos con venezolanos que venían de Perú y de Ecuador. Se hablaba de cómo había salido cada uno. Yo no tenía tanto que decir, porque salí sin drama, pero muchos habían sido echados a la calle, a medianoche, sin aviso, y sin importar que tuvieran niños. Escuchábamos las historias de los otros hasta que caíamos rendidos y al día siguiente nos despertábamos muy temprano para esperar a que clareara y seguir el camino”.
-¿Qué comías?, ¿cómo te alimentabas?
-Es curioso, pero en el trayecto desde Bogotá hasta Bucaramanga, siempre alguien nos daba comida: Gente que detenía sus vehículos y nos dejaba comida a la orilla del camino, para evitar aproximaciones y contagios; o gente que estaba asomada a las puertas de sus casas, sobre todo en el campo, y nos daban bolsas con papas y huevos sancochados, pedazos de panela de papelón o fruta. Agua. Bastante agua. O gaseosas. O café, de vez en cuando, y porque ya había perdido la vergüenza y lo pedía con descaro.
Bienvenida con pasamontañas negros
Tras 14 días de marcha, cargando libros [solo quien ha recorrido algún trecho con más de dos volúmenes sabe lo mucho que pueden pesar], llegó a Bucaramanga el 16 de mayo de 2020.
“No podíamos llegar caminando hasta Cúcuta, porque en todo el trayecto nos advirtieron del peligro que suponían las bajas temperaturas en el Páramo de Berlín. En Bucaramanga pagamos a un gandolero para que nos llevara hasta Cúcuta, adonde llegamos al amanecer”.
En Cúcuta había mucha gente esperando para pasar a Venezuela, pero el Puente Simón Bolívar estaba cerrado. “No quedaba más que ir por la trocha, pagándole a alguien para que nos llevara al otro lado”.
Al llegar a su país, Franquiz no experimentó el alivio que suele invadir al viajero cuando está de vuelta en su tierra. “Al cruzar la trocha nos recibió un grupo de encapuchados en un campamento improvisado del lado venezolano. Llevaban pasamontañas negros y solo les veíamos los ojos. Revisaron equipajes para buscar comida o cualquier otra cosa que pudiera servirles, pero no se mostraron agresivos ni groseros. Pedían. Incluso, uno fue lo suficientemente amable como para buscarme agua. Yo me inclinaría a creer que eran una mezcla entre guerrilleros y colectivos, no malandros. Pero nada me asombraría descubrir que eran efectivos de la Guardia Nacional camuflados, porque al final del día nos entregaron a un contingente de la Guardia, quienes nos transportaron al terminal de San Antonio del Táchira en un camión militar”.
Una pincelada de atún
El comité de recepción, organizado por la Guardia Nacional, retuvo a los desplazados venezolanos de regreso a su país, durante dos días, en el terminal de autobuses de San Antonio. De allí los enviaron a San Cristóbal, donde permanecerían 22 días en un gimnasio techado. Al confirmarse que las pruebas de Covid-19 resultaron negativas, los enviaron a los refugios de cada estado. Luis Guillermo estuvo dos días más en el de San Juan de Los Morros antes de, por fin, llegar a su casa.
-¿Cómo fueron esos días en San Cristóbal?
-Los días en San Cristóbal fueron más difíciles que los de la caminata. Nos invadió el desánimo debido a la inmovilidad, al encierro, a la ausencia de luz solar. Muchas veces comentamos que al menos en la carretera nos daban bastante comida, estábamos en movimiento, activos, pero en el gimnasio nos vimos sometidos a una espera prolongada y llena de respuestas vagas por parte de las autoridades. Los horarios de comida eran irregulares. El desayuno era una arepa pequeña con una pincelada de atún; el almuerzo consistía en tres paletadas de arroz con algunas hebras de pollo; y la cena era una repetición del “almuerzo”. A las diez de la noche apagaban las luces. Dormíamos en colchones individuales con resortes a flor de piel. La jornada se iba entre juegos de pelota improvisados en la cancha o gente que preparaba comida en cocinas eléctricas portátiles, que conseguían prestadas. Lo mismo para hacer café, cuando se conseguía. Los sanitarios sucios, las duchas igual. Un grupo de hombres tomó control de los baños y el ambiente se tornó en pranato. Una prisión. Se lavaba la ropa en el piso o en los lavamanos. No estábamos aglomerados. En mi refugio había 288 personas. Tres mascotas amarradas afuera. Alrededor de una docena de bebés. Y mucha, mucha impaciencia con cada día que pasaba sin respuestas. Mi día pasaba a través de la lectura, porque el morral que me quedó estaba lleno de libros. Mucha gente humilde. Gente pobre. Gente ignorante que especulaba o creía cualquier cosa.
-Escribiste en Facebook que habías perdido tus equipos en el camino.
-Sí. Estaban en uno de los dos morrales. Una noche logramos conseguir un aventón en una gandola y varios subimos de forma apresurada y desorganizada, porque el gandolero no esperaba. En algún punto, cuando se reducía la velocidad, algunos bajaban con rapidez y pericia. Uno de ellos se llevó mi morral. Luego supe que era una práctica común y que debí haber estado más alerta.
-¿Cómo llegaste al Guárico?
-Una vez que recibimos los resultados de las pruebas, (todos negativos), se habilitaron unos autobuses rojos. En mi refugio había gente de varios estados: Aragua, Carabobo, Yaracuy, Guárico, Portuguesa, Cojedes y Lara. Supimos que había tres refugios más, cerca, con la misma capacidad. Pero los resultados de las pruebas llegaron incompletos. Una primera tanda de 69. Fui el último en esa lista. Los demás debían esperar. Nos enviaron en un autobús con cuatro personas más, de otro refugio, todos hacia Guárico. Salimos una caravana de varios autobuses, uno para cada estado.
-¿Cómo era el refugio en el Guárico?
-La Villa Olímpica de San Juan de Los Morros, adonde llegué el 8 de junio, tiene unos edificios de apartamentos para los atletas. Allí nos encerraron (porque la puerta principal estaba cerrada con candado, siempre). La comida era mucho mejor, con cantidades generosas. Pero no había agua. Racionada. Más colchones con resortes a flor de piel.
-¿Tienes en mente volver a irte de Venezuela?
-Sí. Muchos de los amigos que hice en la caminata planeaban regresar a Colombia, Ecuador o Perú al finalizar la cuarentena. Vivir en Venezuela es difícil. Afuera siempre es mejor. Pero con un plan bien organizado.