Como instrumento de lucha civil y expresión natural de la voluntad general, el voto es una cláusula ciudadana que podría tener una enorme importancia estratégica en un marco autoritario como el actual.
La certeza sobre las posibilidades del voto estuvo tan extendida hace unos años que, en las elecciones parlamentarias de 2010, María Corina Machado quedó electa diputada por Caracas en las planchas unitarias de la MUD. Aquella circunstancia, descrita ahora, tiene un rostro remoto y luce casi imposible de figurarse. Fue una cita electoral, por cierto, en la cual hubo que hacerle frente a una de las tantas marramucias institucional del chavismo: Gracias a un atero cambio en la correlación de circuitos electorales, habiendo obtenido más votos, la MUD en 2010 tuvo que conformarse con una bancada de diputados mucho más pequeña que la del PSUV. Sobre aquella minoría estuvo haciendo y deshaciendo el chavismo todo un quinquenio, invocando la ley, sin encontrar resistencia.
Se decía entonces, y era verdad, que el movimiento democrático debía tomar la decisión política de remontar la cuesta independientemente de las trabas que planteara la burocracia revolucionaria. Se argumentaba que era necesario fortalecer los vínculos sociales, consolidar una nueva mayoría y apalancarse en el descontento que dejaba como saldo las insuficiencias del chavismo en el Gobierno. Inscribir la lucha de los partidos de la oposición en el marco de la lucha por la propia democracia.
Sobre esa premisa se establecieron las directrices de la “acumulación de fuerzas”, la tesis que permitió a la MUD salir del arrinconamiento de 2004 e imponerse como una mayoría nacional al obtener más de 7 millones de votos en 2015, la mayor cantidad obtenida jamás por coalición política alguna en el país.
Durante aquel 2010, y tiempo después, se recreaba con frecuencia la tensión acumulada antes de la transición posible con el voto como vanguardia de la voluntad ciudadana, en contextos tan disímiles como el de Chile, Nicaragua y Polonia en 1989; Sudáfrica en 1994, o España, en 1976 y 1978.
Se fantaseaba con un momento unívoco, totalizador, decisivo: Una corrida ciudadana consciente que crearía un cortocircuito en las entrañas del poder chavista y configurara una toma de conciencia de la Fuerza Armada.
Respetemos el voto
El país democrático hizo suya la conclusión de la MUD y ha asistido disciplinadamente a todas las citas electorales del chavismo desde hace 15 años, a sabiendas de que se estaba partiendo en desventaja y de que existen prerrogativas asumidas como naturales, en el juego electoral chavista, que constituyen en sí mismas un ultraje al juego democrático. No es ajustado aludir la existencia de un “sector abstencionista”, obcecado y perfeccionista. El abstencionismo como una postura abstracta en busca de resultados políticos es una iniciativa fenecida en 2005.
Votar puede convertirse en un acto político fallido si la propia gestión del voto no es respetada por sus promotores. Ofrecer el voto como “salida” ante un Estado que, comprobadamente, ha decidido no permitirles a sus rivales el ejercicio del poder. Esto es lo que no han entendido los políticos de la Mesa de Diálogo Nacional, que a veces parecen más pendientes de contar los escaños futuros de sus partidos que de conjurar la usurpación política o luchar en favor de la restauración de la democracia.
La convocatoria al voto viene vestida de unos modales institucionales y trae consigo, de forma inercial, una promesa cívica con una enorme carga emocional, que la población, como es natural, se toma muy en serio. Ese impulso no se puede abandonar, dejando a la gente a suerte luego de votar bajo la premisa de que “así es la política”. Lo que razonablemente espera cualquier mayoría en una consulta es que se acate su voluntad. El uso prolongado del voto a todo evento, aunque el fraude sea decisión de Estado, sin que se respeten sus confines y su naturaleza, libera fuerzas muy tóxicas que obran negativamente sobre el prestigio de sus promotores. Nada podremos hacer por el voto si nos prestamos a bastardearlo.
No es cierto, como argumenta el quietismo, que aquel que no asiste a votar lo hace “porque aquí se llamó a no votar”. Esa es una simpleza vinculada al tiempo lejano de los grandes partidos de masas, que parece que desconociera los elementos que conforman el ejercicio cívico en plena sociedad digital en el momento actual. Si el ciudadano concluye que votar no vale la pena, habrá sido, entre otras cosas, porque los promotores y candidatos llamados a hacerlo no han hecho nada para que el voto sea respetado.
Será muy difícil sostener ante las masas que la decisión de votar puede ser conjugada de forma continua, aunque haya escamoteos, a partir de lo dispuesta que está la plana dirigente del chavismo a profundizar las dimensiones de un fraude. Quienes mantienen la tesis del voto a todo evento, deberían estar conscientes del crédito político que se pierde cuando cada nueva promesa de futuro choca con el talante deshonesto y la ausencia de escrúpulos del chavismo.
La lucha cívica con el voto como herramienta creíble recibió un grave arponazo el 20 de mayo de 2018. Acaso ha sido este, de verdad, el momento de mayor extravío de cualquier expresión de la disidencia democrática en estos años, casi tan grave como la enormidad de Pedro Carmona. Los promotores del voto no razonado de esta hora deberían sopesar seriamente las consecuencias que trajo consigo aquel episodio. Un fraude que fue invocado, denunciado, sustanciado y después abandonado como causa por el candidato derrotado. Ese que luego asistiría a Miraflores a llamar a Maduro “presidente” para invitarnos de nuevo a votar.
Votar puede ser una decisión que se toma con un fundamento práctico, sin dogmas emocionales, como un instrumento que pueda concretar escenarios imprevistos a partir de una hipotética corrida emocional de última hora. Máxime en una situación tan comprometida como la actual. Se vota en dictaduras, no necesariamente a favor de un nombre, sino en contra de un estado de cosas, procurando crear un efecto en los factores del Estado que maniobran para mantener distorsionada la cita. La crisis venezolana no es electoral. Es una crisis de Estado.
Los promotores del voto deben ofrecer evidencias de que están dispuestos a batirse por sus votantes y hacerse respetar como dirigentes. Alguna molestia habrá que tomarse en esta historia, amigos del voto, además de hacer proselitismo. Es mucho más letal promover el descrédito del voto incumpliendo los compromisos que trae consigo el llamado, aunque siempre se insista en votar, que quedándose en casa.