Primero se habló de adelantar las elecciones parlamentarias, luego de retrasarlas, y todo dicho con ligereza, como si se tratara de un comodín y no de un proceso formal establecido en las leyes de la República, que debe cumplir con unas normas, unas condiciones mínimas y un cronograma de trabajo. Y es que en verdad las elecciones son un rehén más del régimen venezolano que, al igual que los otros prisioneros que padecen en mazmorras y bajo tortura, tienen un uso práctico en el afán de quienes ejercen el poder en Venezuela desde hace dos décadas para no perder nunca ese escaño.
Esa sola característica ya debería ser suficiente para dejar en claro su talante antidemocrático y debería, de igual forma, ayudar a entender que las autoridades venezolanas solo ven los procesos electorales como un mecanismo controlado para intentar darse capas de legitimidad. Así que las elecciones parlamentarias de Venezuela -que corresponden este año- se terminan convirtiendo en el reflejo de la descomposición institucional que padece la nación y, muy posiblemente, constituyan el hito que marque el fin de lo poco que resta de democracia en el país.
El régimen que encabeza Nicolás Maduro, timoneando las fuerzas fragmentadas del chavismo, es considerado ilegítimo por unas 60 naciones precisamente por usar unos comicios a la medida para esconder su toma del poder para un segundo periodo presidencial, pues sabía que si intentaba medirse en unas elecciones libres no sería reelecto. El efecto cosmético electoral encubre poco, es verdad, pero sirve de excusa y alimenta el discurso que Maduro, y sus funcionarios pregonan en todas las instancias internacionales cuando intentan mostrarse como demócratas barnizando su condición autocrática.
Por ello las elecciones parlamentarias son el rehén del momento. No están en el Helicoide o en La Tumba, que son las cárceles que el régimen dejará para la historia del horror en Venezuela, pero sí llevan el grillete del condicionamiento. Recientemente Felipe González, ex presidente español, lo resumió de forma clara y precisa: ‘Nicolás Maduro nunca aceptará ir a unas elecciones en las que pueda perder el poder’.
Eso lo aprendió en las elecciones de diciembre de 2015, cuando los votantes le dieron una lección democrática y le otorgaron el control de la Asamblea Nacional a la oposición.
Tras su derrota electoral, Maduro no solo se dio a la tarea de neutralizar al Poder Legislativo, al punto de que se prefabricó un Parlamento alterno con la Asamblea Nacional Constituyente, sino que buscó debilitar el tejido político nacional a través de la persecución y la ilegalización de dirigentes, partidos y hasta ONG. En esta faena se empeñó en sembrar la idea de que la Asamblea Nacional es inútil, pues todo su accionar local fue limitado por el propio régimen, todas sus decisiones boicoteadas y sus leyes detenidas por las demás instituciones al servicio del régimen.
En pocas palabras, ha tratado de hacerle sentir a la población que la Asamblea Nacional es un apéndice que se puede extirpar sin que nada pase, restándole la importancia debida y tratando de negar que ha sido precisamente ese cuerpo el que le ha impedido tomar el control absoluto del país y que, con esa contención, ha puesto en el radar internacional a las mafias que operan en el régimen o bajo su resguardo para impedir que se siga saqueando lo que queda en el país y usándolo de plataforma para tráficos ilegales de toda índole.
Además, lo que en diciembre de 2015 se consideró el fracaso de las Unidades de Batalla Bolívar Chávez (UBCH) dio paso al reordenamiento permanente de las fuerzas de control del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). Así, en paralelo de la perversión del sistema electoral, se desarrolló toda una estructura de control social para evitar que el país pueda jugarle en contra y lo que comenzó con el reparto de unas bolsas de alimentos con los CLAP terminó convirtiéndose en una estructura de seguimiento ciudadano, de ojos y oídos activados en las comunidades, de miedo constante, de persecución silenciosa.
La crisis económica y social sin precedentes que vive Venezuela es el mejor telón de fondo para esa estrategia. Incluso la pandemia del Covid-19 le juega a favor, pues obliga a la desmovilización ciudadana y política manteniendo desarticulada la protesta social, abruma a la población con problemas básicos de sobrevivencia y potencia la dependencia del Estado. No en vano Nicolás Maduro ya habla de lanzar a la calle a la gente de Somos Venezuela, esa estructura rojita alterna que responde directamente a sus grupos de poder, para que se activen en las calles desde el 15 de junio para que conozcan “las condiciones materiales en la que vive el pueblo y los servicios públicos en las comunidades”, así como “recibir las carticas” de la gente, es decir, las peticiones de un pueblo sometido por seis años y medio de recesión, desempleo, pobreza e hiperinflación, y que ve en esas “carticas” la esperanza de que alguna necesidad mínima le sea atendida.
Sin tapujos, sin disimulos, así se activa la campaña para las elecciones parlamentarias que Maduro confecciona con sus sastres habituales, los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia deslegitimado, con la anuencia de ese otro brazo parlamentario prefabricado como es la Asamblea Nacional que encabeza Luis Parra, con el baño “demócrata” que intentan darle las organizaciones minoritarias llamadas de oposición que han construido su ecosistema vital en la llamada “mesita” de diálogo nacional y un “nuevo”Consejo Nacional Electoral tallado al pulso de las componendas y las cuotas de poder de ocasión. Unas elecciones a la medida, una oposición a la carta, una democracia de mentira.
Ese es el callejón electoral al que Maduro conduce a Venezuela y donde, gracias a su ejercicio del poder y al uso de sus rehenes estratégicos, pronto sacará de la agenda pública las mañas que aplicó para impedir el establecimiento de condiciones electorales mínimas, e impondrá el debate acerca de participar o no en las elecciones parlamentarias simplificando al extremo el problema y encubriendo sus vicios con la futilidad de las culpas entre facciones; donde harán de las suyas más de una de las que conviven en el hábitat acondicionado por el propio régimen para que parezca que en Venezuela hay una diversidad política en detrimento de lo que queda en pie de los partidos de oposición.
La verdad es que estamos ante la posibilidad de que se pierda la última institución democrática de Venezuela, algo de lo que no muchos se pueden ocupar, pues la vida se les va entre el hambre, la escasez de agua potable, las fallas eléctricas, la ausencia de gasolina y el fantasma del coronavirus que ronda el territorio. Pero no se puede permanecer impávido ante la pérdida de un órgano vital, porque en este juego perverso el régimen liberará la ficha de las parlamentarias a cambio de un país entero como rehén.