-El comienzo de la vida de Páez que comentamos la semana pasada, ha hecho que aumente la curiosidad de los lectores. Era de esperarse. Vamos a continuar la entrevista, entonces. Hablamos de hechos sucedidos entre 1790 y 1815, aproximadamente. Podemos decir que ya Páez es una autoridad establecida en Los Llanos. ¿No es así?
-Ya se ha establecido un vínculo afectivo entre el general y las huestes llaneras, que no conocen otra obediencia que la de su jefe. Puede decirse, sin temor a exagerar, que no existe otra referencia política en Los Llanos Occidentales, ni otra instancia que merezca obediencia.
-Pero ya hablamos de pasada sobre los ilustres civiles y religiosos que comenzaban a acercarse, y que traían ideas republicanas en la cabeza, y libros con doctrinas modernas que podían provocar otro tipo de vínculos en esa diminuta y rudimentaria sociedad de los llaneros.
-Todavía en 1815 no han llegado. Por lo tanto, todavía nada puede interferir el vínculo de Páez con nosotros.
-Es en ese contexto cuando se produce una diferencia de importancia con el neogranadino Francisco de Paula Santander, por el comando de las tropas.
-En efecto. Estamos en la Trinidad de Arichuna, año de 1816. Un gobierno llamado “provisional”, integrado por venezolanos y reinosos, otorga a Santander la comandancia del ejército, pero nosotros, los llaneros, solo reconocemos la autoridad de nuestro capitán, de nuestra cabeza legítima e indiscutible: José Antonio Páez. Santander es un fuereño desconocido. Páez, en cambio, es el único espejo en el que nos queríamos mirar.
-Pero la causa de Venezuela y de la Nueva Granada eran lo mismo, por las necesidades de la guerra y por la cercanía geográfica.
-Eso no lo podíamos saber en ese momento. Si jamás habíamos salido de la llanura y veíamos a los reinosos de vez en cuando; si jamás se nos había hablado de un territorio mayor e importante, en comparación con el único que conocíamos, no teníamos razones para acatar la comandancia del fuereño en perjuicio de nuestra autoridad natural, respetada y querida. No le busque más patas al gato, porque no las tiene.
-Pero las tendrá en el futuro, porque Santander llegará a ser Vicepresidente de Colombia y Páez Jefe Militar de Venezuela, en medio de los recuerdos desapacibles de la Trinidad de Arichuna.
-Habla usted de cosas que tardarán mucho en suceder. No me saque el agua de su corriente natural.
-Todo el mundo respeta a Páez en Los Llanos, a partir de 1815, y nadie está en capacidad de reclamarle episodios de desacato como el protagonizado frente a Santander. ¿De acuerdo?
-De acuerdo, pero no se guíe usted por la palabra de su leal edecán, sino por las afirmaciones de los legionarios ingleses que lo van a conocer y al lado de quien pelean contra los realistas. El comandante Charles Brown dice que apenas garabateaba las letras, pero que nadie se podía mover en la región sin un salvoconducto con su firma. El capitán Richard Vowell dice que ordenó la acuñación de monedas que todo el mundo recibía en el Llano por la confianza que provenía de la honradez del acuñador, o por el miedo que podía infundir a los pícaros. Todo esto es rigurosamente cierto. Yo entregué personalmente docenas de esos salvoconductos, y mandé busacas con la plata que acuñábamos después de fundir el acero de los sables y de piezas tomadas de las capillas.
-Otro de ellos asegura que Páez no conocía el uso del cuchillo y del tenedor antes de que la Legión Británica participara en la guerra.
-Una exageración, que después copiarán los historiadores sin considerar que a muchos de esos rubios de medio pelo les interesaba magnificar las cosas para quedar como héroes ante la barbarie, o como civilizadores. Ni tan calvo, ni con dos pelucas. Ninguno de los republicanos criollos que no tardaron en aparecer, y que influyeron mucho en su vida, hablaron de ese punto en sus escritos.
-Hablemos, por fin, de esos hombres que seguramente provocaron un viraje de importancia en el entendimiento del Centauro sobre los asuntos públicos.
-Gente muy importante, venida de todos los rincones del mapa, se refugia en la cobija de mi general. Cuando se da la Batalla de El Yagual, es el superior de un repertorio de militares y civiles que le ofrecen un análisis distinto de la política y del poder que está a punto de establecerse. Hablamos de figuras como los generales Servier, Santander y Urdaneta, en el campo militar. Y, en la parcela de la política propiamente dicha, de personajes como Francisco Javier Yanes y el reinoso José María Salazar. Sin olvidar a los curas: José Félix Sosa, José Félix Blanco y Ramón Ignacio Méndez, futuro arzobispo de Caracas. Naguará.
-Estamos ahora en el Hato de Cañafístola, cuando Páez y Bolívar se encuentran por primera vez. ¿Cómo vio usted esa primera reunión?
-Con mucha curiosidad por la fama que traía el caraqueño, pero también por cómo se veían de distintos. Bolívar era debilucho, y mi general mucho más corpulento. Bolívar era más comedido en el trato, mientras mi general era más desabrochado. Y no hablaban igual. En realidad hablaba más don Simón que mi jefe, quien prefería escuchar y asentir con la cabeza. Pero bebieron unos jugos con la mayor cordialidad y después se retiraron a conversar, como si fueran amigos viejos.
-¿No le parece que ya Bolívar tenía la sartén por el mango?
-Si hablamos de papeles y proclamas no cabría duda, pero la realidad era mucho más que eso. También si hablamos de fama, debido a que la de Bolívar era más amplia y reconocida, pero no era así en lo que más importaba, en la guerra contra Morillo. Los ejércitos de la patria continuaban desorganizados, y lo mismo pasaba con los liderazgos. Que si Mariño, que si Piar, que si Arismendi, que si el otro y el otro. Que si los de oriente y los de occidente. Pare usted de contar. Visto así, Bolívar no tenía ni mango ni sartén, mientras que la fortaleza de mi general era evidente. ¿No era el oficial más reconocido en el campo republicano, con más hombres armados bajo su mando, con batallas felices en su haber y con un territorio enorme bajo su control?
-Entonces aquello fue un negocio peliagudo, más que una entrevista cordial.
-No hubo heridas ni malquerencias al final, porque mi general aceptó la jefatura de Bolívar sin chistar. Se pudo negar a la sumisión, como queríamos muchos de los suyos que nos manejábamos a nuestras anchas bajo su mando, sin tanto requisito para ascender, que no fuera el de la valentía, pero terminamos haciendo lo que ordenó.
-Pero, ¿cuál era de veras el problema de formar un solo ejército y unirse en un solo proyecto de república?
-Asuntos que el futuro no puede comprender, escollos que eran fundamentales para nosotros y que los preguntones anacrónicos, como usted, no son capaces de entender.
-¿Por ejemplo?
-Lidiar con gente extraña, a la que no se le tiene confianza. Adentrarse en paisajes remotos, que ni siquiera habíamos oído nombrar. Adaptar el estómago para comidas extrañas, que no apetecíamos. Escuchar un idioma que parecía idéntico, pero que se volvía incomprensible. Aceptar como propio lo que había sido ajeno. Recibir lo que no se había pedido, o dar lo que jamás habíamos concedido. No solo aceptar la existencia de un mundo desconocido, sino también colaborar en su creación. Nadie puede entender hoy el rompecabezas que ese desafío significó, y del cual terminamos alejándonos cuando, junto con Páez, volvimos a la cordura de una vida manejable.
-Ha hecho usted una reflexión esencial que puede explicar el destino de las guerras de Independencia, la fragmentación que le siguió, y que no debo entorpecer con preguntas innecesarias. Con este colofón, el encuentro no pudo ser más fructífero.