La inesperada irrupción del coronavirus (Covid-19) ha cambiado nuestra vida en este año 2020. Con excepción de los países -Taiwán, Nueva Zelanda- cuyos gobernantes (mujeres, para que nadie dude) tomaron medidas en fecha temprana, las noticias cotidianas han sido tristes, luctuosas. Grande, creciente, el número de víctimas; impotencia para hacer frente a la enfermedad y lograr eso que -fuera de su significación personal- se llama aplanar la curva; heroísmo de médicos y personal sanitario que han demostrado una insospechada reserva de generosidad al desgastarse en la atención de los pacientes. En medio de una forma de vida cada vez más marcada por la técnica, al punto de modificar las condiciones mismas de la generación humana, la pandemia ha venido a recordarnos que estamos en poder de lo real. Que formamos parte de la Naturaleza como quizá pretendíamos olvidarlo, o limitarlo a nuestras actividades recreativas.
Al propio tiempo, ha subrayado de manera elocuente el valor de la vida humana, último punto de resistencia de una civilización. Saint-Exupéry pudo escribir (lo avaló con su muerte) que un hombre podía dar la vida por su patria cuando veía que en aquella nación se hacían todos los esfuerzos por salvar a unos obreros atrapados en el fondo de una mina.
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No ha sido sorprendente, en cambio, el cúmulo de profecías, declaraciones, anuncios (casi apocalípticos) de cambios que han copado los medios de comunicación. ¿Qué será de todo ello? El tiempo lo dirá. No es la primera vez que la Humanidad se ve sometida a una epidemia global o casi, que la historia ha recogido incluso con bastante detalle. ¿Habrán de cambiar las formas políticas? Parece cuando menos precipitado proyectar lo que pueda resultar necesario en una emergencia a la normalidad de una vida que ha recuperado su estabilidad. No estaría de más recordar que el autoritarismo, o el despotismo, no dependen tanto de los controles tecnológicos de que se disponga como, al igual que ayer, de la virtud cívica de la población. Pero no quería desviarme en la consideración de esas posibilidades contingentes. Quisiera volver al punto central de nuestra civilización, puesto de relieve con fuerza y agudeza por el Santo Papa Juan Pablo II, el centenario de cuyo nacimiento se conmemora este 18 de mayo de 2020.
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Las coordenadas de la existencia humana son Dios, la Naturaleza, la persona, la sociedad. El olvido de Dios en el mundo occidental y el desprecio de la Naturaleza han hecho que nuestro proceso social pierda su rumbo. Todo se plantea en términos de problemas, más o menos difíciles de resolver, y se olvida la dimensión de los fines y del misterio. Pascal (Pensées, 194) no podía entender cómo un hombre no pensaría acerca de la posible inmortalidad de su alma y la vida eterna, cuando ello tendría tanta importancia para la conducción de su vida.
Al hablar de nuestra actitud ante la Naturaleza nos dirá Juan Pablo II:
El hombre, que descubre su capacidad de transformar y, en cierto sentido, de “crear” el mundo con el propio trabajo, olvida que este se desarrolla siempre sobre la base de la primera y originaria donación de las cosas por parte de Dios. Cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar. En vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la Naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él (Centesimusannus, 37).
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En 1995, Juan Pablo II publicó un importante documento que tituló: “El Evangelio de la Vida”. En esa carta encíclica, madurada hondamente, consultada también con todos los obispos, quiso subrayar cómo nos hemos visto dominados por una “cultura de la muerte” y cómo en cambio hemos de restablecer una verdadera cultura de la vida.
Al ir al centro del problema, ese que ha permitido y propiciado el desprecio de la Naturaleza que acabamos de considerar, el Santo Papa se referirá a dos puntos esenciales: La necesidad de redescubrir el nexo inseparable entre vida, libertad y amor; y, de manera no menos decisiva, el redescubrimiento del vínculo entre libertad y verdad.
Sus afirmaciones son claras y fundamentales: “No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad”. Es propio del ser humano vivir en libertad, con una autodeterminación responsable que le permite madurar como persona y decidir de su destino eterno. Pero la libertad está orientada -medida, podríamos decir- por el valor intrínseco de la vida. El ejercicio de la libertad ha de ser el despliegue de la vida y eso tiene para Juan Pablo II una orientación propia: La vocación al amor. “Este amor, como don sincero de sí es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la persona” (Evangeliumvitæ, 96).
La segunda afirmación no es menos importante: “El descubrimiento del vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad”. Señalará enseguida cómo separar la libertad de la verdad objetiva “hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público causante de la muerte” (Ibíd.).
La libertad deriva de la humana capacidad racional y comporta por tanto una estructura moral. No es un poder arbitrario para hacer cualquier cosa, es una capacidad de autodeterminación para realizar lo bueno según la verdad.
Separada de la verdad de los valores, la libertad de la persona se hace meramente instrumental. Lejos de llevar a la realización de cada cual nos deja -según la antigua imagen- en medio de un mar tempestuoso, sin rumbo cierto al cual dirigirnos. ¿Puede sorprendernos entonces vernos asediados por las arbitrariedades de un poder que desconoce la justicia?, ¿o sacudidos por una Naturaleza que habíamos tomado como simple material para la edificación de una siempre creciente sociedad de consumo?
El mensaje de San Juan Pablo II nos quiere recordar el rumbo de la verdadera civilización: La cultura de la vida. ¿Acaso las condiciones que nos han tocado vivir -que decidirán quizá de nuestra muerte- nos ayuden a recibirlo?