El 6 de marzo escribí en Twitter la siguiente observación: “El coronavirus ya está en 95 países, incluidos algunos de los que tienen mejor sistema sanitario. ¿Es concebible que no haya llegado a Venezuela, donde no hay salud para la ciudadanía, pero sí una censura férrea y se persigue a los médicos que alertan acerca de las enfermedades?”.
Era básicamente una pregunta. ¿El mal de Wuhan no ha llegado a Venezuela o hace rato que campea por sus fueros; y no lo sabemos, porque quienes lo padecen no han sido diagnosticados o, en caso de que lo estén, el régimen lo oculta? En vez de salirle al paso a mi suspicacia, con datos, o con algo parecido a una respuesta, el régimen desató su jauría comunicacional y por espacio de 24 horas mi cuenta en la red social de los trinos fue objeto de un intenso hostigamiento. Estalló en un momento, fue muy activo por un día y, de pronto, así como había empezado, cesó. Por cierto, buena parte de ese tiempo estuve haciendo la labor de documentación que recomiendo a quienes sean blanco de esta forma de abuso del chavismo. Hasta un viceministro se apuntó al torneo de insultos y amenazas.
No puedo decir que me haya afectado. Estoy acostumbrada. Son más de veinte años conviviendo con estas erupciones. (Conservo, de hecho, una bonita colección de denuestos y ofertas de castigo del chavismo y de cierto liderazgo no por contrario a aquel menos fiero en sus vituperios). Pero sí me sorprendió la ira que había desatado aquel par de líneas. Era evidente que había tocado un nervio. Tuve, entonces, la certeza de que ya había casos de coronavirus en Venezuela y de que el régimen había despertado de repente al cráter humeante en que había convertido el sistema de salud del país. Si no le había importado haber traído de vuelta la tuberculosis, la malaria, la difteria y el sarampión, y haber multiplicado los casos de VIH, esto sí lo iba a percibir como un problema: Si el coronavirus era una pandemia para el mundo, en Venezuela cobraría visos de catástrofe, dada la destrucción obrada por el socialismo del siglo 21.
El 10 de enero, Nicolás Maduro en cadena nacional dijo que si llegaba el coronavirus a Venezuela la atención estaba garantizada y que su gobierno contaba con el presupuesto necesario para combatirlo. El país se estremeció. Todo lo que Maduro dice corresponde exactamente a lo contrario. Si el azote chino había hecho estragos en países libres, con comida, servicios públicos y hospitales, cuál sería el horror que podría desparramar en Venezuela…
Ni Corea del Norte ni Venezuela
El Washington Post lo expresaría dos semanas después, el 20 de marzo, en un editorial titulado “¿Por qué la propagación de Covid-19 en Venezuela es una perspectiva particularmente aterradora?”. Allí se decía de frente lo que mi tuiter había sugerido: “Nadie cree que Corea del Norte haya escapado de la epidemia”. Esto es, nadie se come el cuento de que, casualmente, sea en los países totalitarios donde la ausencia de coronavirus coincida con la censura. En Venezuela, dijo el gran diario de Washington, “la epidemia allí presenta una perspectiva particularmente aterradora, dado que el sistema de salud del país ya estaba en un estado de colapso, sus ciudadanos han huido a otros países latinoamericanos a razón de miles por día, y su gobierno ilegítimo y corrupto es completamente incapaz de enfrentar el nuevo desafío […] más del 30 por ciento de los hospitales carecen de electricidad y agua, y el 80 por ciento carece de suministros básicos o personal médico calificado, muchos de los cuales se encuentran entre los 4.8 millones de personas que han huido del país”.
Un panorama desolador, que no incluye, sin embargo, otros aspectos que configuran una circunstancia aún peor, como es el hecho de que la pandemia se cierne sobre una población debilitada por la falta de alimentos, a la que, encima, se ha condenado a la falta de combustible, con lo que la comida se verá imposibilitada para ser trasladada a las ciudades.
A esta hora no podemos saber cuántos casos de coronavirus hay en Venezuela. No solo porque el régimen persigue y castiga al personal sanitario que alerta sobre los posibles brotes y denuncia la carencia de insumos para hacerles frente, sino porque el test se aplica solo a quienes ya presentan síntomas evidentes. Y resulta que la revista Science acaba de decir que la propagación del coronavirus en Wuhan se debió particularmente a los casos no detectados.
No hay, pues, detección temprana (mucho menos a los pacientes asintomáticos), pero es que también puede haber miles de personas que, por falta de información, porque el chavismo arrasó la capilaridad comunicacional de Venezuela, ni siquiera han oído hablar del mal de China. Y no faltarán quienes, aún con fiebre y dificultades respiratorias, no conciban siquiera la posibilidad de movilizarse a un hospital porque no tienen transporte ni esperanzas en unos centros de salud degradados a morideros.
Médicos no, militares
Más o menos cuando Cuba admitió la existencia de casos en la isla, Maduro los reconoció también en Venezuela. Otra casualidad. Y, quizá porque no desestimó la amenaza diciendo que se disiparía con matas de acetaminofén o estampitas de Sai Baba, hubo quien se maravilló del repentino cambio del usurpador del Ejecutivo, que hasta cuarentenas mandaba a guardar, igual que los jefes de Estados democráticos. No duraría la positiva impresión, puesto que al minuto siguiente, en vez de convocar la reserva médica del país, Maduro lo entregaba a los militares. Vimos, entonces, que el general Padrino López daba ruedas de prensa rodeado de un séquito, todos con mascarillas, mientras los médicos de todo el territorio clamaban por la falta de este y otros materiales en la primera línea de riesgo.
En las siguientes horas, aún con los militares reprimiendo, secuestrando diputados, encarcelando enfermeros, impidiendo el trabajo de los periodistas y borrando fotos, los venezolanos pudimos comprobar que el régimen, que no tenía una vocería unificada (Maduro decía una cosa y Jorge Rodríguez otra) seguía mintiendo. La confianza, si había coagulado en un minuto, muy rápido se volvió agua. Se supo que en los hospitales se carece no solo de agua, energía eléctrica, tapabocas, guantes y gafas, sino también de batas descartables, de material de limpieza (jabón, cloro, desinfectantes).
Maduro pasó de ensayar aires de estadista (“Hace falta espíritu de lucha, de resistencia, de paciencia. Conciencia, seriedad en el manejo de la información. Pido unidad nacional. Por eso es bueno hablarle claro a la población”), a hacer chistecitos, como que se había encerrado con Cilia a ver series cómicas. El trasfondo de sus sucesivas caracterizaciones era achacarle al coronavirus los destrozos que su gobierno le ha causado a la economía, las infraestructuras, la salud y el tejido social de Venezuela.
Unos millarditos, por el amor de Dios
Entonces se le ocurrió dirigirse al Fondo Monetario Internacional (FMI), -sí, el mismo que había afirmado que Venezuela perdió 65% del PIB en seis años (los que Maduro lleva en el poder); el mismo que dejó ver que esta debacle no podía atribuirse a las sanciones económicas, impuestas por EE.UU. dado que estas empezaron en agosto de 2019- para pedir un financiamiento por 5 mil millones de dólares… que de inmediato le fue negado en los siguientes términos: “El compromiso del FMI con los países miembros se basa en el reconocimiento oficial del gobierno por parte de la comunidad internacional […]. No hay claridad sobre el reconocimiento en este momento”.
Dado que el régimen no cumplía ni de lejos con los requisitos del Fondo para acceder a un préstamo de emergencia, muchos analistas advirtieron que Miraflores hacía la solicitud en perfecta conciencia de que no se la concederían, para victimizarse y reforzar la estratagema según la cual el desastre de Venezuela tiene culpables distintos a él y a Chávez. De seguro, no esperaba que al decirle que no, le restregarían en la cara su condición de usurpador.
Las cadenas de distribución de alimentos se debilitan hora con hora y al régimen lo que se le ocurre es asignar dinero (en bolívares) mediante el carnet de la patria, un mecanismo partidista, discriminador y, en realidad, de muy escasa utilidad en un contexto de hiperinflación.
Hay que hacer algo
Al punto: Venezuela es un peligro para sí misma y para la región. Aún si los casos no se multiplicaran, como en Europa, el coronavirus será letal, porque la cuarentena le ha asestado golpes mortales a la economía y la distribución de los pocos bienes y servicios que el exhausto país aún logra producir. Hay que hacer algo.
El tenor de la respuesta del FMI es muy importante. No porque le niegue dinero al régimen que más lo ha malgastado en la historia de Venezuela, sino porque pone en evidencia cuán peligrosa puede ser la ilegitimidad de Maduro: En la actual circunstancia, literalmente mortal. Y el caso es que Juan Guaidó, quien sí tiene legitimidad, no tiene control del territorio ni de lo que queda de las instituciones.
Venezuela debe acceder a la ayuda humanitaria y la cooperación internacional. Ya. Es urgente. Una cuestión de mínima humanidad. Y el FMI nos ha confrontado con el hecho de que Maduro no es reconocido por sus 189 estados miembros como presidente legítimo, pero tiene las riendas de los ministerios, 19 gobernaciones, 308 alcaldías, las fuerzas armadas y las milicias (para no mencionar los colectivos y otros entramados criminales). Y Guaidó, quien sí es admitido como Presidente encargado por más de 60 naciones, no tiene mucho más que eso. Para que el país reciba la ayuda de la que depende su supervivencia, es preciso unir los dos pedazos, legitimidad y control del territorio. De otra manera, los alimentos, las medicinas y los insumos no van a llegar (no olvidar Cúcuta). Y, mientras, resuena el tic tac… podríamos estar acercándonos a una emergencia hospitalaria, que no podemos afrontar. ¿Nos dejarán morir?, ¿el sufrimiento de los venezolanos no le importa a nadie?
La ayuda pasa no solamente por interlocutores válidos dentro del país sino por una estructura confiable para quienes dan la ayuda, así como unos canales y procedimientos sobre los que se aplique un estricto escrutinio. Y esto es algo que el régimen no va a aceptar jamás. La negativa de Maduro de hacer algo en conjunto con la oposición no es tanto un ritual de polarización, (que sí, desde luego), como una manera de asegurarse que nadie le va a meter el ojo a sus cuentas.
Te doy los cobres, pero me muestras la contabilidad
Tarde o temprano, la pandemia y su correlato, la abrasiva cuarentena, emplazarán a los actores políticos a un avenimiento. Muchos sectores del país lo están postulando con energía y premura. El chavismo se ha negado sistemáticamente. Tras décadas de demonización del otro, un acuerdo con quién te ha descalificado, perseguido, torturado, acribillado ante las cámaras y lanzado de ventanas, equivaldría a una capitulación. Pero llegará el momento en que de eso dependa no la supervivencia del chavismo sino los propios chavistas y sus familias, como de todos los venezolanos por supuesto.
En su única determinación, aferrarse al poder y, así encastillado, abrirle la puerta a los manejos mafiosos que han enriquecido a la cúpula dominante, Maduro descuartizó a Venezuela. No cabe esperar que le importe un grado superior de castigo para el país, aún si esto supone una devastación que amenace al gentilicio mismo. Pero hay sectores del chavismo, con algún poder, que sí podrían ver llegado el momento de detener la oruga demoledora.
Lo que sí es cierto que la pandemia cambia todo. No podemos seguir percibiendo el país ni manteniendo una línea de pensamiento y de acción, después de que la enfermedad y sus muchas consecuencias han desordenado el tablero. Hay que actuar. Y ante tan formidable amenaza hay que actuar diferente.
Una posibilidad sería que el régimen y la Asamblea Nacional (AN) aparten a Maduro y a Guaidó, (porque, ciertamente, a Maduro no se le puede poner un dólar en la mano, porque sabemos que un cuarto irá para Cuba, otro cuarto para el gangsterato y la otra mitad para sus bolsillos y los de su florido entorno íntimo. Entonces, estos quitan a Maduro y aquellos, a Guaidó) y propongan una lista de candidatos a integrar una comisión. Diez, veinte nombres, suficientes para que haya donde escoger, para que el otro seleccione una terna. Tres del régimen; tres de la oposición nucleada en la AN, cuerpo que cuenta con legitimidad; y un representante de la sociedad civil. Estos siete venezolanos, que contarían con la aceptación y el respeto de todo el país, conformarían una junta para hacer de interlocutora de la comunidad internacional, de la que recibirá la ayuda y a la que le dará garantía de transparencia, ofreciéndole todas las facilidades para la contraloría de los recursos y con la que, en el mejor de los mundos, podría pactar unas elecciones libres, justas, confiables para todos, que darían salida institucional a la tragedia sobre la que vino a estornudar un gigante que había desayunado sancocho de murciélago tapado.