Para Guillermo Sucre
“No sé -escribe Guillermo Sucre– si el lenguaje expresa exactamente al hombre que lo escribe. De lo que es casi imposible dudar es que expresa a un autor: Su visión y su conducta como tal. El hecho de escribir supone, en sí mismo, una meditación del mundo. Y siempre ha habido coincidencia en creer que ésta empieza por ser una meditación sobre el lenguaje. La estética y la ética, en tal sentido, son una y la misma cosa”1.
De esa meditación, del mundo y de sí mismo, quisiera ocuparme. Ello nos traerá al vínculo de ética y estética, tan presente para los griegos y, podría decirse, tan perdido de vista en nuestro día y hora.
Acaso debamos comenzar, sin embargo, con la anotación de que todo ensayo, que intenta descifrar de alguna manera el sentido de lo que es objeto de nuestra experiencia, se inscribe en el viaje de la vida, el viaje mítico, como anota Guillermo: “Ese viaje simbólico que pauta el destino y que por ello mismo concierne a la persona pura”2, en el cual “no hay cronologías o éstas se confunden”3.
La metáfora es antigua y, podría decir, inevitable. Entre el nacer y el morir discurre la vida sin estación permanente. Estamos siempre a punto de partir y a punto de llegar. Por ello la imagen del viaje, aun en la existencia más sedentaria, representa bien la condición humana. Al mismo tiempo, el viaje ha sido tantas veces ocasión de descubrimiento: Experiencia de otras tierras, de otras gentes, de otras lenguas y otras costumbres. En el contacto con la diversidad alcanzamos a discernir lo que nos ocurre a todos de aquello que no pasa de ser un localismo. Ese discernimiento arroja poderosa luz sobre el sentido de nuestra propia trayectoria. Ahí trascendemos el yo aunque luego desemboque en el misterio de la existencia. Muy importante, porque lo temible, lo más limitante, puede ser esa instalación en lo consuetudinario visto como evidente (a la manera del paleto) y, aún más, como necesario (a la manera del fanático).
La experiencia iluminante determina sin embargo una cierta cronología, al menos un antes y un después. Tiene razón Guillermo al decir que “no hay cronologías o éstas se confunden”; pero tiene razón al hablar, justamente, del tiempo cronológico. ¿Cuándo ocurre la experiencia crucial?, es una de esas preguntas a las que nadie puede responder de antemano. En ello, la vida es “desgarradamente individual”4.
El tiempo de la experiencia íntima viene marcado por esos timeless moments del poema de Eliot, que configuran un cierto mapa en nuestra vida. Y desde una experiencia semejante, es posible reconocer al compañero de viaje que ya atravesó aquel paraje. Por eso se podría decir, con Mariano Picón, que “acaso las grandes obras sean los mejores caminos que conducen al descubrimiento de nuestro propio espíritu”5. Encontramos en ellas la expresión, acabada, de lo que el autor logró intuir, que ahora nos ayuda a dar expresión a una vivencia propia.
En este contexto, el arte de leer, lejos de toda irrelevancia, es escuela de humanidad. Tarea de cultura, plena de gozo. Si el gozo acompaña siempre a la inteligencia (incluso cuando lo entendido es doloroso), encontrar -por medio del diálogo con aquella obra maestra6– la expresión adecuada de lo íntimo trae consigo una nueva satisfacción. Rehace el espíritu. De esa manera, suscita la creatividad en cada uno de los (ahora) actores y no tan solo lectores.
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“¿Y qué es el ensayo para Picón Salas -nos dice Guillermo, quien ya nos había advertido que don Mariano había elaborado “una penetrante y precisa teoría” al respecto7– sino la meditación íntima con que el escritor se enfrenta al mundo?”8. En el ensayo, pues, ha de haber logos, razón, en aquel tema particular al cual se aplica que, de un modo u otro, tiene que ver con la vida humana. La palabra poética acaso pueda cantar -y así, expresar- el núcleo de la experiencia. No busca, sin embargo, discernirla, como es la intención directa del ensayo que introduce el bisturí para reconocer el contorno, para situar -por simpatías y diferencias al modo de Alfonso Reyes– el sentido de aquella realidad.
‘Sentido’ es, primero, significado, pero también valor. El logos del ensayo quiere efectuar la mostración (o al menos la búsqueda) de eso bueno que de alguna manera nos fija un rumbo y un motivo. En esto ya se nos hace patente la intención ética, que compromete la conciencia de cada uno, esa “primera libertad”.
Ha de venir, por otra parte, expresado de manera satisfactoria, en lo posible con el esplendor de la forma que desde antiguo se llama belleza y que ofrece múltiples realizaciones. Quiero decir: Aun exigente, debe ser grato de leer, amable en su forma, así como en medio de sus tanteos debe traernos a una mayor claridad sobre el asunto tratado. La lógica y la ética no han de apartarse aquí de la estética. En su amor a la expresión acabada, hay una ética profesional, “tan opuesta -dirá Picón– a la precipitación y la chabacanería con que frecuentemente se escuda el hombre moderno”9.
No hablamos de preciosismo en la expresión, casi siempre cursi (no deja de haber excepciones gloriosas). Hablamos de una expresión -como la prosa del propio Guillermo– sobria, elocuente, que quiere darse a entender. El arte de la expresión viene medido por lo que el sujeto concibe en la experiencia que lo ha fecundado. No vale cualquier cosa; y, aunque jamás se podrá decir todo -nos recuerda Bergson-, hay gran diferencia entre la palabra medida por ese afán de decir lo que vemos -“reencuentro de la palabra justa”, dirá Guillermo– y una secuencia de palabras al viento.
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En el ensayo hay por necesidad tanteos, como corresponde al significado más inmediato del término. No se pretende sentar cátedra sino abrir camino. Incluso en los literary essays, cultivados por los maestros ingleses, la meta es esa aproximación creciente -por comparación y análisis- al significado y el valor de aquella obra, que se intenta situar y, de algún modo, introducir. Mala cosa entonces la sujeción a teorías que sustituyen el ensayo literario por el trabajo para la revista arbitrada, donde se termina por meter la sustancia de lo que debe ser asimilado en el corsé de una teoría al uso. Todo entonces son reiteraciones, poco relevantes y, me disculpan, sumamente aburridas.
En el principio del ensayo hay una doble tensión, una doble ambición humana. La búsqueda, afanosa y constante, de sentido; el deseo íntimo, la necesidad incluso de dar expresión a esa búsqueda, de tal manera que la palabra se hace punto de destino al igual que vía para alcanzarlo. El arte de la expresión aparece -como le ocurre a Alfonso Reyes– no “como un oficio retórico, independiente de la conducta, sino como un medio para realizar plenamente el sentido humano”. Estamos ya en esa “ética del lenguaje” que, con razón, se afirma de Guillermo, y en plena confluencia de estética, ética y logos.
Así, está cada uno en lo que Alasdair MacIntyre llamaría a narrativequest,10 una búsqueda -de sí y del camino propio- que tiene contexto y hasta sustancia narrativa. Por ello, si el ejercicio literario ha de valer la pena, no es separable de la ética, esa búsqueda racional del bien humano. Cuando el escritor sale a buscar camino, a abrir camino por tanto, la teoría que pueda tener en su bagaje se hará órgano de visión. Teoría que permite alcanzar comprensión verdadera, aunque fuere provisional, lo cual le da su validez y su eficacia.
¿Por qué decir, sin embargo, comprensión verdadera, aunque fuere provisional?, ¿no forzamos con ello los términos, puesto que si verdadera entonces firme y si provisional entonces quizá no verdadera? Es constante hablar del ensayo, a la manera de Montaigne, como un empeño de comprensión que, en definitiva, se resuelve en mayor perplejidad. El propio Guillermo tiene expresiones semejantes. Pero no hay contradicción ni, diría yo, apología del escepticismo. Hay un mayor acercamiento a la realidad humana, inmersa en el misterio de lo real.
Por poco coherente que uno sea consigo, y ello quiere decir en este caso que el tema de nuestro ensayo sea algo de verdad importante, nuestra búsqueda narrativa se modificará al llevarse a cabo. No hemos salido en busca de un objeto determinado, como los mineros el oro. Salimos en busca de… ¿qué exactamente? Sentido, sin duda. Valor, que apoye y motive la existencia. Un estado de plenitud, que anhelamos -dice Boecio11– con ciega memoria.
Será siempre más seguro, sugiere San Agustín, “el deseo de buscar la verdad que la presunción de conocer lo desconocido”. Y nos exhorta: “Busquemos pues como quien ha de hallar y encontremos como quien ha de buscar”12.
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El ensayo ha resultado, de esta manera, arquetipo de la experiencia humana. Afanoso y, a la vez, provisional. Con fundamento, pero sin perder de vista las limitaciones de nuestra condición y, en particular, esa limitación suma -si se ve con mentalidad de obra hecha– de estar en camino. Trae consigo la lección de la incertidumbre, invita al riesgo, porque toda afirmación, aun tentativa, es una apuesta por el sentido.
Hay, en particular, dos enseñanzas decisivas en la experiencia del ensayo. Sin duda, la primera, común a todo esfuerzo de expresión. Guillermo dirá: “Si la obra es un triunfo sobre el lenguaje, la verdad es que también resulta ser un triunfo del lenguaje mismo”. Las palabras tienen su perfil propio, sus lazos de familia. Al usarlas, las ponemos a nuestro servicio, tras haber pagado el precio de someternos a sus exigencias. Lo escrito tiende “a independizarse de su autor y a revelar significaciones que él no había previsto del todo”, apuntará Guillermo.
Atrás quedan las obras, objetivadas. Se cumple eso de que “más que ser, una obra funciona”, porque deviene en la precisa medida en que causa efectos imprevistos por su autor e impredecibles. Releída tiempo después, la obra propia nos habla como algo con lo que no formamos ya la unidad del momento de producirla, cuando tuvimos que recoger nuestra energía interior para lograr que surgiera de lo profundo de la intuición y la memoria.
Lo cual nos trae a la segunda enseñanza. Aquello visto en momentos de plenitud trae consigo su propia certeza. No dudamos de ello, no descreemos. Pero toda objetivación del sujeto resulta falaz. La persona no es objetivable. Sin embargo, es lección dura y difícil de aprender. Para llegar a donde no sabes has de ir por donde no sabes.
Viene la noche. Experiencia de oscuridad en el alma, cuando encontramos lo que parecía algo reducido a nada. El despojo. La gran sabiduría estará así en la desposesión, un ejercicio de autotrascendencia. La constancia de nuestra persona será la condición que puede integrar el relato. Pero debe quedar abierto y a la espera de lo que vendrá.
Dirá el poeta13:
I said to my soul, be still, and wait without hope
For hope would be hope for the wrong thing; wait without love
For love would be love of the wrong thing; there is yet faith
But the faith and the love and the hope are all in the waiting.
Dije a mi alma, sosiégate, y espera sin esperanza
Pues la esperanza sería esperanza en algo equivocado; espera sin amor
Pues el amor sería amor de algo equivocado; aún queda fe
Pero la fe y el amor y la esperanza, todos están en la espera.
(1) En el prólogo a Mariano Picón Salas, Viejos y Nuevos Mundos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, n. 101, p. XX. Subrayado mío.
(2) Ibíd., p. XV.
(3) Ibíd., p. XVI.
(4) Ibíd., p. XVII.
(5) «Cultura y sosiego», en Viejos y Nuevos Mundos, p. 512.
(6) Me he ocupado del tema en “Conversar en torno a un texto”, Una invitación a leer (mejor), Caracas, Universidad Monteávila, 2012.
(7) Prólogo, p. IX.
(8) Ibíd., p. XVIII.
(9) «Cultura y sosiego», cit., p. 513.
(10) After Virtue, Notre Dame, 1981, p.203.
(11) Consolación de la filosofía, Libro tercero, prosa segunda.
(12) De Trinitate, IX, 1, 1.
(13) T.S. Eliot, Four Quartets, “East Coker”, III, vv.123-126. Tomo la traducción de Luis Miguel Isava.