Una de las personas más conocidas en Caracas, en la segunda mitad del siglo 19, no era un general ni un bigotudo jurisconsulto. Por mucho tiempo, fue, incluso, una viejita, que seguía siendo famosa porque persistía en sus causas, sobre todo en una, que interpelaba al poder y lo desenmascaraba en su crueldad. Se llamaba Antonia Esteller.
Era pedagoga y escritora. Y aunque se destacó mucho en ambos campos, por lo general, cuando se la mencionaba, se aludía a su parentesco con Simón Bolívar. Antonia Esteller era hija del capitán Benito Esteller y María Concepción Camacho y Clemente, quien a su vez era hija de Valentina Clemente Bolívar (casada con Gabriel Camacho y Travieso). Valentina era hija de María Antonia Bolívar y Palacios, hermana del Libertador, quien contrajo matrimonio con Pablo Clemente y Palacios. La maestra Esteller era, pues, sobrina en tercer grado de Bolívar, biznieta de María Antonia.
Cuando murió, el 18 de diciembre de 1930, en su casa ubicada entre las esquinas El Conde a Carmelita Nº10, en el centro de Caracas, el Gobierno publicó un aviso donde establecía que el duelo sería “presidido por el Ejecutivo Nacional” y que los gastos de las exequias correrían por cuenta del Tesoro Nacional. El chiste macabro no radicaba en el hecho de que el luto por una maestra tuviera una “presidencia”(y que esta fuera precisamente la más alta del país), sino que alguien hubiera asumido una deuda de la señorita Esteller por una vez en la vida… que resultó ser en la muerte.
La difunta tenía 86 años, casi la mitad de los cuales estuvo pagando una deuda que no le correspondía. Todo empezó cuando Antonio Leocadio Guzmán, quien además de padre del presidente de la República, Antonio Guzmán Blanco, era presidente de la Junta Directiva del Centenario del Nacimiento del Libertador Simón Bolívar, le envió una carta a la entonces joven maestra.
En su misiva, del 31 de enero de 1883, el señor Guzmán apelaba a la ciudadana con todos sus nombres: Antonia Esteller Camacho Clemente y Bolívar, y le comunicaba que se había conformado una comisión para recolectar, en todo el país, las labores manuales confeccionadas por mujeres, para exhibirlas en la Exposición Nacional que se haría en conmemoración del nacimiento de Simón Bolívar, ocurrido el 24 de julio de 1783. Antonia no estaría sola en ese comité, otras damas compartirían con ella el trabajo de cosechar el producto de la laboriosidad del “bello sexo”, pero sí le cabría en solitario la diligencia museográfica de esa sección de la Exposición. “Ella fue”, -dice la investigadora Carmen América Affigne-, “la persona encargada de arreglar y adornar el famoso salón oriental donde se expusieron las obras de la industria femenina. Esteller atendió a la designación que la Junta Directiva le hizo y se comprometió a ser la garante ante la junta de los espacios domésticos de las familias y las escuelas, donde solicitó el concurso de todos para integrar esta gran vitrina de la nación”.
El 2 de agosto de 1883, fecha inaugural de la Exposición Nacional del Centenario, no sólo el edificio neogótico victoriano, construido en Caracas para albergarla (el que hoy conocemos como Palacio de las Academias), estaba lleno de objetos, sino que hubo de incorporarse a la exhibición el contiguo edificio de la Universidad. No se incurre en exageración al afirmar que los asistentes a los once pabellones pudieron contemplar desde animales vivos y disecados hasta joyas, pasando por… todo lo que hubiera o pudiera hacerse ex profeso, a finales del siglo 19 en Venezuela, ya fuera local o traído de otras latitudes.
Fausto presagio de futura grandeza
-Sí, -escribió triunfante Adolfo Ernst, curador y minucioso cronista del evento- la Exposición del Centenario fue un hecho glorioso en la historia de la Patria, un monumento magnífico levantado en medio de la sociedad venezolana, un fausto presagio de futura grandeza y de prosperidad creciente, una espléndida demostración de las fuerzas vivas de la República bajo el Gobierno vigoroso y progresista del Ilustre Americano.
La conmemoración del primer siglo del natalicio del Libertador, figura usada por todos los gobiernos, pero, sobre todo, por los militaristas y autoritarios, como símbolo de su poder (y no pocas veces como coartada para sus desmanes), fue en verdad apoteósica. Se inauguraron importantes obras, se encargaron obras de arte, se pronunciaron discursos rimbombantes en cada esquina y, en suma, hubo ostentación del poderío del gobernante en todos los espacios. Pero nada como la Exposición Nacional, en la que el Gobierno invirtió un dineral y movilizó a mucha gente, entre quienes se encontraba la pequeña Antonia Esteller, quien puso tal empeño en su encomienda que, al retrasarse los fondos, no dudó en echar mano de sus ahorros para mayor gloria de la Exposición. En el fragor del alud de artesanías para exhibir, la Junta Directiva le aseguró que muy pronto vería zanjados sus desembolsos, pero esto nunca ocurrió. La escritora Irma De-Sola Ricardo dejó constancia de que la negativa del Ministerio de Fomento en honrar su obligación con Antonia Esteller, la forzó “a pagar de su peculio durante gran parte de su vida una deuda contraída con altos fines patrióticos”.
Cabe imaginar que, siendo ella descendiente directa de María Antonia Bolívar, una de las pocas personas que trataba al Libertador de “Simón” y de tú, pensó que no la iban a dejar con una deuda que no le correspondía, puesto que la había contraído para cumplir a cabalidad con la tarea que le habían encargado. Es evidente que sobreestimó las apariencias del culto a Bolívar: No se dio cuenta de que los estaban utilizando a los dos, al prócer y a la diligente museógrafa.
En el futuro, y quizá impelida por la necesidad de incrementar sus recursos, ella fundaría la Escuela Normal de Mujeres, ante cuya dirección permaneció por más de una década.
Señorita siempre
Antonia Esteller había nacido en 1844, en San Mateo, estado Aragua. El entonces presidente Joaquín Crespo, el 1º de enero de 1893, decretó la creación de la Escuela Normal de Mujeres para la formación de maestras de instrucción primaria. El plantel iniciaría funciones el 20 de febrero de 1893, con Antonia Esteller como su primera directora. Es una lástima que no tengamos detalles de la economía de la maestra Esteller. No sabemos cuánto tenía que pagar cada mes por la deuda de la Exposición, ni cuánto ganaba como docente y directora de la Escuela Normal. Nos imaginamos que, cuando la llamaron para colaborar con los eventos del primer centenario del natalicio de Antonio José de Sucre, en 1895, en el que participó con brillo subrayado por la prensa de la época, se habrá inhibido enérgicamente de gastar una locha. Y no tenemos esperanzas de que haya ganado nada con la publicación de sus dos libros, “Catecismo de historia de Venezuela” (1885), y “Compendio de la historia de Cristóbal Colón” (1893), “ambos”, apunta la biógrafa Irma De-Sola, “declarados textos oficiales en Venezuela, Curazao y Puerto Rico”. El Catecismo tuvo tres ediciones en el siglo 19 y varias más en el 20; y ella era, además, colaboradora de “La Religión”, de Caracas, pero no debió devengar mucho por honorarios profesionales y nada por derechos de autor, porque fue fama que había muerto en la pobreza.
Se retiró en 1889. Y el 14 de septiembre de ese año se publicó una resolución por la cual se asignaba “una pensión de cuatrocientos bolívares mensuales a la señorita Antonia Esteller” (porque se la trató siempre de señorita, tuviera la edad que tuviera).
El Nuevo Diario, órgano informativo de la dictadura del general Juan Vicente Gómez (1908-1930) publicó, el 19 de diciembre de 1930, la noticia de la muerte de Antonia Esteller. El obituario no mencionaba las décadas de pago puntual de unas cuotas que debieron pesar sobre el Tesoro Nacional (y no sobre ella); tampoco aludía al servicio que la maestra había prestado a la Nación al recabar los primeros bordados y tejidos por el mujerío venezolano. Apenas se resaltaba el hecho de que ella “llevaba en sus venas la sangre del Semi-Dios de América”; y se aseguraba que “el señor General Juan Vicente Gómez” había “endulzado sus últimos días rodeándola con toda especie de atenciones y cuidados”. En la muerte, Antonia Esteller volvía a ser una niña sin más méritos que su linaje, y sin capacidad por proveerse a sí misma.
Es tarea pendiente reeditar sus dos libros y una selección de sus artículos y cartas. Cuando haya democracia y valoración de lo venezolano, cumpliremos con ese deber.