Cuando tengo que hablar sobre mi abuelo “Ramón Jota”, siempre se asoma una sonrisa y mi corazón se apretuja de emoción. No sólo por quién representó para mi país, si no por la relación que tuvimos.
A él le debo mi amor por el periodismo, por la buena comida y mi constante curiosidad por querer entender al mundo para poder seguir adelante. Hoy estoy más que convencida de que mi abuelo fue un perfecto millennial.
Una de las cosas que siempre me repiten las personas que lo conocieron, cuando saben que soy su nieta, es que él siempre los escuchó y los hizo sentir valorados sin importar su tendencia política ni su nivel socioeconómico. Y es así, todos los días hago el ejercicio de escuchar evitando juzgar.
Para entender al país, debes salirte del cuadro y verlo desde afuera. Míralo, escúchalo, compréndelo y no lo juzgues. Pero esto es un entrenamiento complicado porque nosotros somos, la gran mayoría, intensos como el mar Caribe y nos cuesta respirar primero y escuchar después. Si queremos cambiar al país, debemos empezar por nosotros mismos, por juzgar menos y escuchar más, por incluir más.
Mi abuelo siempre se caracterizó por ser un hombre de pocas palabras, pero cuando las pronunciaba eran contundentes. Así pues, en todas nuestras etapas él siempre nos observó, quiso entender nuestras historias, nos puso atención a todo lo que hacíamos por más sencillo que fuera, se mantenía actualizado para luego orientarnos si lo consideraba necesario, siempre con prudencia, siempre con dulzura.
Cuando mi papá falleció en 2008, fue la primera vez que vi a mi abuelo profundamente triste y convencido de que lo natural era que él se hubiera ido antes que su hijo mayor. Al mes falleció mi abuela Ligia Margarita y desde ahí, él decidió que los encuentros familiares seguirían en su casa.
Ahora los domingos familiares eran almuerzos donde podías compartir en el mismo plato pastas rellenas (era amante de la cocina italiana) y una paella. Mientras, todos alrededor de la mesa comíamos, él también decidió que sería el DJ de DirecTV y aquello era desde boleros, pasando por rancheras hasta un merengue de Juan Luis Guerra. Como ya le fallaba el sentido de la audición (aunque yo insisto en que él “fingía” la sordera a conveniencia, lo mismo que la vista…), literalmente la sala de su casa parecía un salón de fiesta.
Un día estaba toda la familia reunida. Mi hermano Ramón Ignacio salía para algún sitio y mi abuelo lo detuvo: “Mire -lo detuvo alzando su dedo apocalíptico-, recuerde que usted puede hablar conmigo de lo que sea, hasta de hembras”. Todos nos quedamos en neutro y soltamos la carcajada. Era más que evidente que mi abuelo había tomado el rol de padre en nuestras vidas y quería estar ahí para lo que necesitáramos. Así las cosas, mi hermano le presentaba a las “amigas” y mi abuelo achinaba los ojos y sonreía. Así era, siempre estaba para escuchar a los demás, a personas de todo el país que venían con proyectos, ideas y cuentos porque sí, a mi abuelo le encantaba un cuento por no decir un chisme.
Otra de las cosas que me hacen sonreír en el tiempo es que ponía a la gente a trabajar. Muchos también han compartido conmigo que lo visitaban para plantearle ideas y él, más allá de aprobarlas o escucharlas, los ponía a que las ejecutaran y no se quedaran en simples proyectos.
“Fingir demencia”
A él definitivamente jamás le gustó el conflicto a menos que lo hubiesen querido llevar al límite. Cuando yo estaba muy niña y empezaba a demostrar mis tendencias zurdas, mi abuela intentó orientarme a utilizar la diestra.
Ese día mi abuelo perdió los cabales y prohibió que me volvieran a hacer algo así. Ahí entendimos que a él le deben haber hecho lo mismo de niño porque su forma de agarrar el bolígrafo no era de diestro si no de una persona que usaba la izquierda.
El resto de la vida que compartí con él, mi abuelo, siempre se caracterizó por ser muy prudente. Prefería hacerse el sordo o el ciego cuando no le interesaba entrar en detalles sobre un tema, y uno ya sabía que era mejor no insistir. La prudencia fue una de sus mayores virtudes.
Mi abuelo y yo siempre tuvimos un “contrapunteo” sobre sitios donde ir a comer. De vez en cuando, Betulia, la maravillosa asistente, me llamaba para preguntarme: “Ligia, tu abuelo me pregunta por un lugar de costillitas que le hablaste el otro día”. Una hora después, él estaba almorzando en el lugar de aquella recomendación y la verdad creo que lo disfrutaba enormemente.
Apasionado de unas costillitas de Tony Roma’s, del chicharrón de carretera y de las tortas calientes que preparaba mi mamá, jamás entendió por qué yo no era fanática de las morcillas y siempre insistió en que las probara.
Arepa frita, huevo frito, chorizo o morcilla, café negro o Frescolita formaban parte de sus cenas y jamás desarrolló ninguna enfermedad relacionada con Diabetes, etc.
Amaba salir a comer fuera. Sitios donde se reunían mujeres a chismear o gente clave lo hacían enterarse del país, de qué se hablaba y por supuesto, qué se comía.
La verdad es que mi abuelo me hace falta, y en el país hace mucha falta. Siempre creyó en Venezuela y en su capacidad de no dejarse dominar por las injusticias.
¿Qué es lo que más conservo como un tesoro de todo lo vivido con él?
La humildad. Él jamás quiso ser el protagonista de la novela. A mi abuelo lo buscaron tres veces para que aceptara ser el presidente interino de Venezuela. Sí, sin duda llenaba el perfil pero era por el trabajo que había realizado durante toda su vida, sobre cosas que le interesaban y le hacían feliz. Aun después de haber publicado libros, años después, a veces pedía que se los llevaran al escritorio para hacerle unas correcciones con las que no había quedado conforme.
Jamás lo vi “pescueceando” por un cargo, ni una entrevista, nada. Él siempre estaba pendiente de leer y escribir. Siempre atento ante proyectos literarios. Siempre pendiente de las letras y de conocer gente con quienes pudiera hacer país a través de esos proyectos.
Yo siento que en lo profesional me ha pasado igual. El día que regresé de España para retomar mi vida en Venezuela, me prometí que me iba a divertir con el trabajo que hiciera, que el dinero vendría solo.
A partir de ahí, han llegado reconocimientos y nombramientos que jamás he buscado ni esperado. Aunque no pareciera porque me desenvuelvo bastante por las redes sociales, la verdad es que siempre he mantenido el enfoque de hacer cosas que generen un impacto positivo a mi entorno. Y por eso, cuando me llaman para entrevistas o para hablar y compartir experiencias, me siento honrada porque es algo que no he buscado si no que es un reconocimiento que aprecio.
Si mi abuelo estuviera vivo hoy, probablemente a las cinco de la tarde llegaría toda la familia para reunirse, habríamos pedido una buena paella, o quizás un surtido de pastas italianas con distintas salsas; habría bastante Frescolita, un ponqué caliente recién hecho por mi mamá, un pote de helado y sólo nosotros cantando cumpleaños.
Aunque yo lo siento siempre junto a mí, orientándome y guiándome, deseo en su día (nació un 28 de noviembre de 1916) que podamos tener y reconocer personajes como él, con la misma humildad y la misma capacidad de querer cambiar el país; por la necesidad de generar un impacto en positivo desde el corazón, y que hagamos de Venezuela el gran país que tanto anhelamos.