Francisco de Goya pintó, en los muros de su casa, Saturno devorando a su hijo. Una imagen terrible del poder que se destruye a sí mismo. En esa figura desquiciada, de mirada vacía y hambre insaciable, está simbolizado el destino de toda fuerza política que se convierte en fin y no en medio: el poder que se come su sentido, su origen y su descendencia. También ahí está retratada la tragedia de las revoluciones cuando, despojadas de su supuestos ideales, acaban devorando a los hombres que las engendraron.
En Venezuela, esa escena oscura empieza a parecerse a la del régimen que agoniza. La revolución bolivariana —tan cargada de soberbia y de violencia— se va devorando a sí misma. Las lealtades se resquebrajan, los círculos de poder se vigilan entre sí, y la corrupción es ahora una forma de supervivencia. La propaganda se ha vuelto hueca. La épica del pueblo redimido se convirtió en rutina de control y miedo. La revolución, que prometía justicia, devora la justicia; que prometía igualdad, devora la igualdad; que prometía patria, devora la patria.
Y, como en el lienzo de Goya, en el centro de la escena aparece un Saturno envejecido y ciego. Maduro, devorado por sus propias sombras, teme a quienes un día le juraron fidelidad. Desconfía de los suyos, porque todos desconfían de él. Ya no gobierna: se protege. Se esconde detrás de los intereses rusos, iraníes y cubanos; detrás de la cocaina y de la guerrilla; detrás de una maraña de complicidades que sostienen su poder pero disuelven su alma. La revolución que juró defenderlo terminará, como Saturno, devorándolo para intentar sobrevivir un poco más.
En el peor de los casos, ese será el desenlace: la revolución devorará a su hijo, y nosotros —los que no creemos en la violencia ni en la mentira— tendremos que seguir luchando por la libertad, por el derecho, por una república civil y moderna. Porque no basta con que el monstruo se destruya a sí mismo. No basta con que alternen los nombres ni los uniformes. El cambio verdadero será aquel que devuelva a los venezolanos su dignidad y su capacidad de decidir su destino sin miedo.
El cuadro de Goya no es solo horror. También es advertencia. Muestra que toda fuerza que se vuelve contra su propio pueblo está condenada a la soledad y a la desesperación. Pero enseña, al mismo tiempo, que el mal no es eterno: que el tiempo lo devora. En ese sentido, la pintura de Goya también puede leerse como anuncio: el tiempo de la tiranía se acaba, y el tiempo de la libertad se acerca.
Ese cambio no vendrá por milagro, sino por perseverancia. Vendrá porque millones de venezolanos, dentro y fuera del país, no han renunciado a su fe en la democracia. Vendrá porque hay jóvenes que se preparan para servir; porque hay líderes que no se venden; porque hay familias que siguen llamando a las cosas por su nombre y diciendo la verdad.
Goya, que vio la oscuridad de su tiempo, también creyó en la luz. Nosotros, que hemos visto la degradación del poder, creemos en la reconstrucción moral y política de la república. La revolución devorará a su hijo, sí. Pero lo que nacerá después será la esperanza. El cambio viene. Y será, por fin, de libertad.
