En la aldea
20 julio 2025

¿Tengo los dientes amarillos?

Los muchachos del barrio tenían un grupo en WhatsApp en el que mantenían conversaciones triviales. En medio de un operativo en esa comunidad de Coro, estado Falcón, funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana revisaron el celular de uno de ellos. Encontraron críticas al gobernador del estado, Víctor Clark. Poco después, se llevaron preso a Jonathan, de 17 años, solo por estar en ese chat: lo acusaron de terrorismo, promoción e incitación al odio.

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Redacción LGA | 19 julio 2025

La Hora de Venezuela

Francis Palencia vivía sobresaltada. No dejaba de prestarle atención a su celular. Lo mantenía con el volumen al máximo y, ante cada notificación, dejaba lo que estuviera haciendo para clavar la vista en la pantalla, con la esperanza de encontrar alguna información sobre Jonathan, su hijo de 17 años, preso desde hacía 5 meses. 

Pero justo ese día en que le llegó la noticia que más anhelaba, absorta en sus pensamientos de angustia, no vio el teléfono. El 11 de junio de 2025, pasadas las 6:30 de la tarde, alguien le escribió: “Liberaron a Jonathan”. 

A ese mensaje, le siguieron otros. Unos en los que la felicitaban; otros en los que simplemente le remitían la publicación de Instagram del Ministerio Público venezolano que confirmaba que sí, que Jonathan estaba libre. 

Fue a eso de las 7:00 de la noche cuando volvió al celular: leyó cada palabra, sintió alivio, emoción, pero a la vez incredulidad. ¿De verdad la pesadilla se había acabado? Sí, todo lo que había vivido era una pesadilla. Una pesadilla que recuerda con tanto detalle que ahora puede narrar. 

La tarde del 11 de enero de 2025, un día después de que Nicolás Maduro tomara posesión como presidente de Venezuela, unos policías encapuchados entraron a la casa de Francis para llevarse a Jonathan. Recuerda el griterío, recuerda los empujones, recuerda que su hija de 9 años estaba en ropa interior. Recuerda que los hombres no le explicaron por qué estaban allí y que ni siquiera le presentaron una orden de aprehensión. Recuerda que se llevaron a Jonathan. 

Fue como si se lo arrancaran de sus brazos. Francis vio su mirada, sus ojitos aguados, llenos de miedo, como buscando respuestas en ella. Lo trasladaron a la sede del Cuerpo de Policía Nacional Bolivariana División de Investigaciones Penales de Coro, en Falcón. 

Y Francis se quedó ahí, en la puerta de la casa, sin aliento, al borde del desespero. 

Para saber dónde lo tenían, tuvo que recorrer varios centros de reclusión: en todos le decían que no, que ahí no estaba. Pero se quedó justo allí porque el instinto materno le gritó que no se debía mover: su intuición le decía que su muchacho estaba tras esas paredes. Claro que al principio le dijeron que estaba equivocada: “Solo hay un chamo llamado Jefferson”. Aun así, decidió quedarse.

—Al rato salió el mismo funcionario y me dijo: “Sí, sí, ahí está Jonathan, pero solamente lo tenemos en modo de colaboración, en la tarde se lo vamos a entregar”— recuerda.

Se hicieron la 1:00 de la madrugada del 12 de enero y Francis todavía no regresaba a su casa. Se mantenía esperando a ver si le entregaban a su hijo, cosa que no pasó. La excusa para no dejarlo ir fue que el jefe estaba ocupado. 

La realidad detrás de la detención de Jonathan la conoció cuando lo presentaron ante tribunales, dos días después, el 13 de enero: estaba preso por ser parte de un grupo comunitario, de vereda, en el que se habló en contra del gobierno.

—Estaba en ese grupo de muchachos del sector. Uno de ellos estaba en la plaza, en la mala hora, agarrando wifi, y en el operativo le quitaron el celular para revisárselo de forma arbitraria y vieron el grupo. Había una conversación sobre el gobernador del estado Falcón, pero mi hijo realmente no participó en ninguna. Solamente por estar en el grupo lo criminalizaron.

Nadie sabía la historia de Jonathan. 

A los 5 años, fue diagnosticado con trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). A partir de entonces, la familia inició un acompañamiento que incluyó terapia, medicamentos y mucho deporte: primero fue la natación; luego, la pasión floreció cuando Jonathan vio un campo de fútbol por primera vez. Y ahí se quedó. 

Hasta los 16 años, las prácticas de fútbol fueron una constante en la dinámica familiar, pero luego llegó un diagnóstico que cambió todo: Jonathan sufría del virus de Epstein-Barr, una enfermedad viral común que puede causar mononucleosis infecciosa y, entre otras patologías, inflamación en el hígado, que era su caso. 

—Él tuvo complicaciones bastante graves —cuenta Francis—. Lo debieron transfundir. Y por la hepatomegalia que tuvo, el médico le sugirió que no practicara fútbol, que descansara más o menos un año y medio, y cuando se lo llevaron justo estábamos en esa etapa. Había que tener cuidado porque una patada, el maltrato, lo podía afectar.

En cada entrevista que ofrecía, la madre narraba que su hijo tenía esa condición de salud: alzar su voz era lo único que podía hacer. Y lo hacía porque él hablaba del maltrato físico y psicológico que sufría en los centros de detención a los que lo llevaban. 

A Jonathan lo acusaron de terrorismo, promoción e incitación al odio. Sin avisarle a Francis y pasando sobre la orden de un juez de mantenerlo en resguardo por su edad, su primer traslado se concretó el 14 de enero de 2025: sin ninguna boleta, lo montaron en una patrulla y lo trasladaron de Coro a Caracas, donde lo mantuvieron detenido en el centro de reclusión de la PBN de La Yaguara, a unos 450 kilómetros de distancia de su casa.

Al enterarse, Francis sintió que su hijo era víctima de un secuestro y su primera acción, aparte de irse a Caracas, fue contar en las redes sociales lo que sucedía. 

A partir de entonces, la vida se convirtió en un ir y venir entre Coro y la capital del país, lo que suponía muchísimos gastos: debía pagar para estar cerca, para pasarle medicamentos, para todo.

—Yo veía a mi hijo desde las 11:00 de la mañana hasta las 5:00 de la tarde. Le pagaba a los presos que tienen sus restaurantes dentro. Sabía que mi hijo estaba bien porque yo decidía qué comida iba a comer. 

En La Yaguara, Jonathan comenzó a sentir debilidad y en ocasiones se enfermó. Parecía un cuadro viral, pero se mantuvo por varios días y eso obligó a que recibiera asistencia médica. 

—El sistema inmunológico se le debilitó por las condiciones de ese lugar— dice su mamá.

Parte del acompañamiento médico se lo brindó un doctor que también estaba privado de libertad. Francis cree que a su hijo lo protegían: tal vez porque ella misma había mostrado y hablado de lo vulnerable que podía ser debido a su trastorno.

—Hasta los policías de La Yaguara me llamaba para que yo supiera lo que él necesitaba o si le pasaba algo.

Cada semana que pasaba, aumentaba la incertidumbre y el remordimiento de Francis. Temía quedarse sin su trabajo porque pasaba demasiadas horas montada en un bus camino a Caracas. Especialmente, le pesaba no estar para sus otros dos hijos. Del mayor, que había emigrado a Alemania años antes, conseguía palabras de aliento. Pero su hija de 9 años estaba muy afectada: sufría ataques de pánico constantes y empezó a faltar con frecuencia a la escuela, a pesar de que la dejó al cuidado de su familia. 

—Sentía culpa, pero no podía atender todo a la vez. Me pesaba porque ella quedó mal luego de la situación con la policía en la casa. No podía estar cerca de policías ni verlos porque se ponía nerviosa. Pero nadie podía hablar por Jonathan, así que tenía que encargarme del caso. 

Así fue que Francis terminó por dividirse: era una mamá que acompañaba, pero también vocera de la situación que vivían su hijo y otros jóvenes. 

Un día coincidió con el Comité de Familiares y Amigos por la Libertad de los Presos Políticos y entendió que en el camino no estaba sola: conoció a padres y madres en la misma circunstancia y supo que el acompañamiento era indispensable para saber qué hacer frente a todo lo que estaba viviendo. 

Con el Comité supo que había otros 4 adolescentes presos de distintas regiones del país. Se sorprendió cuando ellos le mostraron que la cifra de detenidos, según el Foro Penal, superaba las 900 personas y que muchos de sus nombres aún eran desconocidos porque sus familiares se mantenían en silencio por miedo. 

Nunca los juzgó, pero ella no quería callar la injusticia que vivía su hijo. Entonces, en cada encuentro, Francis se enfocó en conseguir herramientas para hacer mejores denuncias públicas y privadas.

El avance de lo que aprendía se veía en la calle: Francis hablaba con seguridad. Usando los términos precisos para describir las vulneraciones que vivían los adolescentes. Con ellos se sentía segura, en el lugar correcto.

—Ellos me enseñaron que este tipo de situaciones no hay que callarlas, hay que dejarlas ver. Todo lo que está pasando con las personas aquí en la parte política. No es justo que hagan procedimientos que ni siquiera vienen con órdenes judiciales.

Aprendió a declarar ante la prensa, a que sus mensajes calaran en redes sociales. Hoy cree que tanta bulla logró que Jonathan volviera a ser trasladado a Coro, lo que sucedió el 20 de febrero de 2025. Esto le reafirmó que debía contar lo que ocurría  con voz cada vez más fuerte. Que debía insistir. No dejarse vencer. 

Para ver a su hijo en el centro de reclusión de Coro, Francis tuvo que esperar 15 días. Le negaron visitarlo apenas llegó porque el penal tenía una regla de “proceso de adaptación”.

—Yo nunca entendí eso. Ellos no están con un niño de preescolar, sino con un adolescente. Y después de ese tiempo, solo podía verlo dos veces por semana.

En ese primer encuentro, Jonathan le contó más sobre lo que vivió en Caracas: “Me dijeron que me iban a llevar a El Helicoide y que me iban a meter en una sala con cucarachas, mamá. En un cuarto oscuro”. 

—Ese día mi hijo me dijo que había intentado suicidarse a la semana de llegar a Caracas. Fue el primero de varios intentos. Estaba muy deprimido. Me dijo que él tenía muchas pesadillas, que lo ayudara. Dijo que tenía mucha ansiedad, que él se quería ir de esta vida y que él no había hecho nada para que lo maltrataran tanto. 

Francis denunció el intento de suicidio por malos tratos y depresión en la Defensoría del Pueblo, pero eso no cambió la situación. “Sentía como si me iban a descoser la ropa y eso que solo llevaba comida”.

Jonathan le contaba todo lo que podía y como podía. Que le costaba ir al baño. Que no dormía bien. Que la comida siempre era la misma: caraotas duras, un pedazo de mortadela frita, arepas y sardinas, todo frío. Que se sentía desesperado. Que le costaba relacionarse con otros detenidos. Que se sentía feo aunque tenía meses sin verse a un espejo, porque hasta eso le estaba prohibido. 

—Mami, ¿cómo tengo la cara y los dientes? ¿Tengo los dientes amarillos? ¡Mírame los dientes, mírame! ¡Míramelos! —le preguntó un día con desesperación. 

A Jonathan le preocupaba su aspecto físico. En casa, a medida que fue creciendo, adoptó una rutina para mantener su rostro y dientes limpios. Cepillarse antes y después de comer era algo que no dejaba pasar. Lo hacía sin rechistar y su madre cree que esa fijación fue lo que terminó haciendo que estudiara odontología. Cuando lo detuvieron, estaba por cursar el 2do año de la carrera en la Universidad de Ciencias de la Salud Hugo Chávez Frías. 

Francis lo miró e intentó ser cuidadosa con sus palabras. No podía mentirle. No era una pregunta azarosa. 

—Estás lo mejor que puedes, papi— le respondió varias veces con firmeza, tratando que no se notara que estaba a punto de desbordarse en llanto.

Aunque ya tenía a su hijo más cerca, Francis no dejó de visitar Caracas. Iba al Ministerio Público para pedir su liberación, a llevar cartas de buena conducta y referencias que probaban su inocencia, exámenes médicos que daban cuenta de su trastorno y de la enfermedad que afectó su hígado. Perdió la cuenta de cuántas cartas escribió explicando la delicada situación a la que se enfrentaba Jonathan en Falcón. 

Tuvo encuentros con representantes de distintas organizaciones, incluida la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y les expuso lo que vivían ella y los familiares de otros cuatro adolescentes detenidos: uno de Lara y otros tres de La Guaira, incluida una joven. Así fue aprendiendo de derecho y entendiendo qué eran las vulneraciones a los derechos humanos. 

Un día antes de que Jonathan fuera liberado, la fiscal que llevaba el caso la llamó. Ver su nombre en la pantalla del celular la puso nerviosa. 

“¿Ahora qué pasaría?”, pensó.

—Señora, necesito que me pase los informes médicos de Jonathan por fotos. En tribunales los están pidiendo— escuchó. 

Francis le explicó que esos documentos estaban en el expediente de su hijo, pero de todas maneras le envió los archivos, que guardaba en una carpeta de la galería de su celular.

—Me volvieron a llamar al día siguiente. Me pidieron una foto de él, pero me dijeron clarito: “Una que usted no haya publicado en redes sociales”. Y les envié la de su graduación de bachiller.

Aquellas solicitudes no eran claras para Francis. 

—No caía en cuenta de que eso era para la publicación de su liberación. Entonces pensé que lo iban a soltar, de repente, en la próxima audiencia. 

Por eso, soltó el celular y se tomó un respiro. 

Cuando volvió a revisarlo, el primer mensaje decía: “Señora Francis, mire, lo liberaron. ¡Felicidades!”. Releyó el mensaje muchas veces y cuando entró al enlace de Instagram comenzó a saltar y soltó un par de lágrimas.

El Ministerio Público le había otorgado una medida cautelar a su hijo y debía ser liberado de inmediato. La Defensoría del Pueblo incluso la llamó para confirmar que ya supiera la noticia. “Sí, ya lo sabemos. Estoy en la casa”, respondió ella. 

El encargado de buscar a Jonathan fue su padre. Francis se quedó en casa por si llegaba una patrulla con su hijo. 

—No quería que fueran a pensar que aquí no había nadie. 

La noticia corrió rápido entre los vecinos y, de inmediato, entre todos sacaron globos para decorar la calle y recibirlo. 

Apenas Jonathan llegó, todos salieron de sus casas: 

—Lo abrazaron. Lo felicitaron. Ellos sabían que él es un buen muchacho; lo han visto crecer, siempre estuvieron pendientes. 

Esa noche Francis durmió tranquila: tenía a sus hijos con ella, en la misma casa, entre sus brazos. 

La medida cautelar de Jonathan incluye prohibición de salida del país y no hablar de lo que vivió en redes sociales. Cada 15 días, junto con su mamá, viaja a Caracas para presentarse. Gastan unos 100 dólares en cada viaje. Por fortuna, Francis pudo conservar su empleo en un consultorio de radiología, gracias a la comprensión de sus jefes.

—La audiencia fue el 1ro de julio, y solamente asistieron dos policías. No dieron mayor información porque ellos dijeron que no recordaban ni la dirección. Esperaremos la próxima a ver qué pasará, pero ya las pruebas fueron evacuadas, al menos las de los testigos de la defensa.

Aunque su hijo está en casa, Francis no ha dejado de estar cerca de los padres cuyos hijos adolescentes continúan detenidos. Son cuatro y sus nombres no los olvida: Gabriel Rodríguez (16), Danner Abraham Rivero (17), Ángel Gabriel González (17) y Lisneidel Zúñiga (17). 

—Yo les recuerdo que no nos podemos rendir. Los oriento. Les digo que tienen que ir para acá o para allá. Moverse. No estamos solos. Esto enseña mucho. Lo que yo aprendí fue la parte humana, a valorar la parte humana. A mí me dio la mano gente que ni conozco. Ahora estamos más humildes y esto nos recordó que siempre hay que escuchar a las demás personas.

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