En la aldea
20 julio 2025

Arepas, empanadas y la salsita del veneno: al tercer mordisco, saboreas el fascismo

La empanada, como la cultura, no tiene dueño: tiene caminos. Pero en Chile hay quienes la usan para trazar fronteras del odio. Racismo disfrazado de identidad nacional.

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Samuel Robinson | 19 julio 2025

La empanada es en esencia, un símbolo de intercambio. Aunque hoy forme parte del alma culinaria de países como Chile, Argentina, Colombia y otros, su origen es mucho más amplio. Nació como una adaptación árabe que viajó a la península ibérica y, desde allí, saltó a América, transformándose en cada territorio que la abrazó.

En Colombia, por ejemplo, es frita y de masa de maíz, aunque en algunas partes de la costa existe una reversión a base de yuca llamada “carimañola”. En Argentina, jugosa y especiada, se hornea y se reconoce por su diversidad de sabores, destacando regiones como Córdoba, famosa por empanadas de mayor tamaño y rellenos más dulzones. En Chile, la empanada de pino, horneada y deliciosa, convive con otras versiones como la de camarón con queso, típica de la costa.

En Venezuela (que algunos, desde el prejuicio, quizá creen que no tiene empanadas) existe una enorme diversidad regional: la de cazón (una especie de tiburón) en el oriente; la de pabellón en el centro del país; las horneadas en los Andes. Básicamente, cada región tiene su versión propia, con su salsa, su aliño especial y su tipo de queso regional (que, por cierto, son muchos y muy distintos). La empanada, como la cultura misma, no tiene dueño: tiene caminos, por toda América Latina, el Caribe, y el mundo.

¿Y si hablamos de los caminos de las bebidas alcohólicas? Sabemos que el vino tampoco nació en América, aunque lo hayamos hecho nuestro a través del intercambio cultural. Pero el ron… el ron sí es americano: nació del fermento de la melaza de la caña de azúcar, gracias al ingenio de los esclavizados africanos. Cuando los colonizadores descubrieron ese proceso, lo refinaron con tecnología. La historia es larga, pero en resumen: el ron es una bebida con raíces profundas en el continente, labrada con las manos de nuestros ancestros y marcada por una violenta historia en común. Hoy, el ron tiene variedades que compiten con los mejores whiskys del mundo.

Esa riqueza cultural, sin embargo, ha sido instrumentalizada por parlamentarios chilenos para construir amenazas simbólicas y levantar muros reales contra la población migrante, particularmente la venezolana.

Hace solo días, el diputado socialista Daniel Manouchehri se refirió a Venezuela como una isla en el Caribe (un error geográfico que asumo como intencional porque no se puede ser tan ignorante) y agregó: “nosotros no queremos que nuestra política sea de arepa y ron. Queremos que sea con olor a vino tinto y empanada”. No es una broma ni una frase folclórica mal formulada: es una estrategia consciente para marcar quién pertenece y quién no. Para trazar, desde la cocina, la frontera de la discriminación y del odio.

Lo acompañó el senador Tomás de Rementería, también del Partido Socialista, quien despreció el uso del ya conocido “tostador de pan” para preparar arepas. Aunque, honestamente, dudo que alguien lo use para eso, ¿qué de malo tendría si así fuera? También dijo que los venezolanos en Chile no celebran los goles de la selección, pero sí los de la Vinotinto. Como si la comunidad migrante no hiciera suyo el país y sus costumbres. Como si no celebraran las Fiestas Patrias, como si en tantos años no hubiesen formado amistades o familias acá. Como si no contribuyeran con trabajo y emprendimientos (que la contribución venezolana con Chile es histórica pero eso lo conversamos en otro momento). Como si fueran unos seres extraños que cayeron en territorio chileno a despreciarlo todo…


Es una generalización tan absurda como el populismo barato (pero muy dañino) que se utiliza para incitar al odio. A esto se suma que señaló que los venezolanos eligieron mal a sus presidentes, ignorando de manera abierta e intencional la compleja situación política que vive el país.

Pero estas declaraciones no son nuevas (lamentablemente). Ya en el pasado, el senador Juan Ignacio La Torre, ex presidente de Revolución Democrática y actual militante del Frente Amplio, insinuó que permitir que los migrantes voten es un riesgo para la democracia porque podrían votar miembros del Tren de Aragua. En otras palabras: ante la duda, el migrante (por el hecho de ser migrante) es considerado un delincuente en potencia, hasta que se demuestre lo contrario (en loop eterno).

Todo esto responde a una campaña articulada para eliminar el voto migrante en las presidenciales (algo completamente discutible), una iniciativa que no busca proteger la democracia, sino restringirla. Porque si el derecho a voto puede eliminarse con argumentos xenófobos, mañana también podría negarse a cualquier grupo considerado “incómodo” o “impropio” por quienes detentan el poder. ¿Olvidamos a Rodolfo Carter hablando abiertamente de quitar el derecho a educación a niños y niñas extranjeros?

Son muchos los personajes públicos que llevan años incitando al odio y a la discriminación desde plataformas masivas, al punto de que esta práctica se va normalizando impunemente.

Ya pareciera que lo más grave no es siquiera si eliminan el derecho al voto de los residentes extranjeros en Chile, sino el daño profundo que se ha sembrado en el tejido social.

En febrero, durante el Festival de Viña del Mar, municipalidades como La Florida, Lo Prado y Cerro Navia realizaron publicaciones en redes sociales que incitaban al odio contra migrantes venezolanos, a raíz de la presentación del comediante George Harris. Un humorista, sí, pero también una persona que terminó convertido en chivo expiatorio de resentimientos nacionales mal canalizados.

Y como las autoridades han dado licencia abierta para incitar al odio impunemente, empresas como WOM han contribuido a esta escalada, usando el caso Harris o el “tostador de arepas” para hacer marketing. Como si los discursos de odio fueran una oportunidad de negocio. A esto se suman canales de televisión como Chilevisión, con figuras como Julio César Rodríguez, que han instalado la idea del migrante como amenaza o incomodidad. 

Lo que está en juego aquí no es solo una discusión política o migratoria. Es el alma democrática de Chile. Cuando el odio se convierte en estrategia política, y la exclusión se vuelve rentable para el poder, instituciones y empresas, estamos cruzando un umbral muy peligroso: la deshumanización del otro. Y esa deshumanización, como lo sabemos por la historia, nunca termina bien para nadie.

¡No es una exageración! El asesinato de Yaidy Garnica, migrante venezolana, ocurrió a manos de una turba de vecinos armados con una escopeta. Fue insultada, linchada y asesinada frente a sus hijas. Sus agresores, además, reventaron las llantas del auto familiar para asegurarse de que no pudiera huir ni pedir ayuda. Cuanto más se conoce del caso, más se desmienten las versiones mediáticas que hablaban de “ruidos molestos” en una reunión familiar, y queda más clara la violencia xenófoba que motivó el crimen.

Esta tragedia (una entre varias) fue precedida por años de discursos xenófobos, burlas de figuras públicas, noticias sensacionalistas y comentarios como el de los parlamentarios, que impulsan la narrativa del migrante como enemigo, como el culpable de todos los males. La excusa perfecta para no mirar hacia adentro.

La incitación al odio no es una opinión: es un delito, tipificado como crimen de lesa humanidad por el derecho internacional. En la historia han habido países que han utilizado medios de comunicación masivos y órganos del Estado para esparcir odio y deshumanizar al otro. Ruanda, Bosnia, Alemania y la “isla” de la que quieren “distanciarse” son algunos ejemplos.

El horno está encendido: Cuidado con la receta… y con los ingredientes.

El autor pidió usar un pseudónimo por protección.

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.
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